MURCIA. Ahora que el demonio de la guerra que nos acompaña desde nuestros orígenes hunde sus dientes hasta las encías en Ucrania, la sensación se agudiza, el rumor cobra una mayor intensidad, los músculos de la cabeza se tensan: el psicomundo colectivo de este animal que ha evolucionado lo suficiente para desarrollar ingenios con los cuales borrarse a sí mismo de la faz del planeta que lo vio nacer en un charco cálido, se encuentra en una nueva fase, experimenta una nueva transformación. Si tuviésemos que definir esta era, probablemente haríamos alusión a la velocidad —a la aceleración—, a la incertidumbre y a la desesperanza. Esta es la época del asumir el daño irreversible al planeta: no se trata ya de evitarlo, sino de paliarlo en la medida de lo posible, y confiar en no vivir lo suficiente para sufrir las peores consecuencias.
Sin duda la historia nos dice que en muchas ocasiones lo que dábamos por supuesto no se cumple por la irrupción de un factor que por desconocido, habíamos dejado fuera de la ecuación de nuestro análisis. El problema es que en los últimos años, la impresión es que ese factor dista mucho de ser una disrupción con capacidad de sacarnos de la trayectoria de colisión con las consecuencias de nuestros actos: la penúltima gran sorpresa fue una pandemia —si bien es cierto que había voces que llevaban años avisando de esta posibilidad, la mayoría no sabía nada de eso—, y la última, un sorprendente retorno a la retórica de la Guerra Fría tras el inicio de una nueva guerra en Europa. La verdad es que esta tampoco la vimos venir, y ahora, en cosa de diez días, nos acostamos pensando que realmente podría ocurrir que alguien se pusiese nervioso y apretase el botón rojo, y a partir de ahí, pues el fin. Sin alarmismo, con la resignación de quien asume que el ser humano es capaz de la estupidez final: podría pasar.