Murcia Plaza

SILLÓN OREJERO

El hombre monje y soldado de José Antonio Primo de Rivera triunfa en EEUU

MURCIA. En un edificio en el que viví en la noble ciudad de Barcelona encontré un fenómeno que no me sorprendió, las juntas de vecinos eran batallas campales con amenazas y odios intestinos. Lo que sí me sorprendió fue que la tensión tenía bastante fundamento, no se debía solo a la lacerante naturaleza humana. 

Los vecinos que ocupaban las últimas plantas eran todos de la misma familia. Votando en bloque, ganaban siempre a los de abajo. El problema de los de abajo era que se comían unas goteras y humedades que solo les afectaban a ellos, pero los de arriba se lavaban las manos y bloqueaban las derramas para las reparaciones. Como abajo había un comercio, el hombre tenía que pagarse de su bolsillo chapuzas para salir adelante y estaba muy harto. 

Ni que decir tiene que con las humedades las plagas de hormigas y cucarachas en verano eran épicas, pero nunca llegaban hasta tan arriba, así que esos vecinos como si oían llover. Cada uno que resuelva sus problemas. Yo, como inquilino, no tenía nada que decir, no me quedaba más remedio que matar las hormigas con vinagre de la limpieza y jurar en arameo. Mi casero jamás se pasó por una junta, vivía en Ibiza plácidamente.

En mi opinión personal, muy personal, los vecinos de arriba eran repugnantes. Gentuza de un individualismo y un egoísmo asqueroso. Pues, en ese contexto, hubo un día que entraron unos caballeros en el edificio a robar. Si yo hubiese sido testigo, habría llamado a los mossos y me habría escondido en el váter con un cuchillo de cocina. Aunque si hubiesen entrado a robar en algún piso de la familia de arriba, igual hubiese seguido a lo mío. Su problema, que lo resuelvan ellos. Hay que respetar sus costumbres.

Sin embargo, el que vio a los ladrones allanar una morada fue un vecino estadounidense con media docena de hijos. El hombre, en lugar de echar su pestillo y llorar como habría hecho yo, lo que hizo fue salir y, sin mediar palabra, empezar a repartir hostias como panes. Los cacos huyeron del lugar con la tocha como Alfonso Aragón Bermúdez "Fofó". Doloridos y, supongo, también estupefactos. 

A su vez, este americano era uno de los pocos vecinos con los que logré entablar ordinarias conversaciones de ascensor, una fórmula ancestral que no sirve para nada más que para dar a conocer que aparentemente a la gente que vive a tu lado no le deseas la muerte. Y en estas que, cuando cogió confianza conmigo, se sacó una cosa del pantalón y me preguntó si quería conocerla. No, no era su bálano, era una Biblia. Era pastor evangélico. Rehusé amablemente cometer una herejía y, desde entonces, tengo el cachondeo con mi pareja de que el pavo era monje y soldado, como le gustaba a José Antonio Primo de Rivera, el célebre cantamañanas que hoy habría sido un tuitero rojipardo; movimiento contemporáneo que a mí más bien me parece, evocando las paellas madrileñas, pardo con cosas. 

Recientemente, la editorial Capitán Swing ha venido a sacarme de dudas e ilustrarme antropológicamente sobre el comportamiento de mi antiguo vecino. El libro se titula Jesús y John Wayne y lo firma la profesora de Historia Kristin Kobes Du Mez. Trata de un poderoso sector de la opinión pública estadounidense. Es el segmento de población de los protestantes evangélicos blancos, que es el que, estadísticamente, más ampara la guerra preventiva, consiente el uso de la tortura, está a favor de la pena de muerte, posee armas, está en contra de la inmigración y a favor del famoso muro de Trump. Todos ellos obsesionados con la idea de que la mayoría de la población del país va a dejar de ser la blanca. Es el nacionalismo cristiano, que parte como tantas otras ideas brillantes de pueblos sin iguales de que ellos son los elegidos por nada menos que Dios. 

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