Manuel Gómez Pereira (Un funeral de locos, Salsa rosa (1992) o Boca a Boca (1995), entre otras) vuelve a la comedia, género que domina con maestría, para adentrarnos en el ambiente de posguerra civil en España. A diferencia de otras películas ambientadas en la Guerra Civil española, La cena analiza las heridas que deja un conflicto civil, que no termina, aunque lo parezca, con el final de la contienda. A través de la comedia, la película nos habla de la amistad, la familia, el poder y la fidelidad en momentos donde sobrevivir no está garantizado. Hablamos con él sobre esta película que combina humor y memoria.
¿Qué sentimiento te despertó la película cuando la viste ya terminada? A mí me dejó un poso de reflexión.
Eso que me cuentas, ese poso que deja es lo fundamental. No queríamos hacer una película de entretenimiento puro que olvidas en dos horas. La intención era provocar reflexión sin hacer panfletos, contar una historia que conecte con el espectador, que se identifique con los personajes y con sus emociones, miedos o ganas de vivir. Todo eso en un contexto muy duro: el final de la Guerra Civil. Siempre he pensado que el humor es la mejor arma de defensa y de ataque.
Aunque está ambientada en la Guerra Civil, la historia parece extrapolable a cualquier conflicto. ¿Buscabas hacerla más universal?
Sí, porque al final es una parábola de un país. Lo que ocurre en ese hotel, el Palace, es España en ese momento, pero se puede trasladar a otros lugares o épocas. Las guerras dejan efectos devastadores: hay vencedores y vencidos, pero quien más sufre es el pueblo. Las consecuencias duran generaciones. En un momento como el actual, con tanta polarización y populismo, conviene recordar eso. Detrás de muchos discursos hay embaucadores, y la juventud, que no ha vivido aquello, puede aprender. También quienes lo conocieron a través de sus abuelos. No podemos perder la memoria.
Da la sensación de que la película lanza una advertencia sobre el presente.
Absolutamente. Estamos viendo movimientos que tienen mucho peligro. Sería terrible perder lo que hemos ganado democráticamente. Vivimos un momento crucial, y hay que estar atentos para no caer de nuevo. Las corrientes extremas son muy seductoras, pero muy peligrosas.
Tu género favorito es la comedia, pero aquí deambulas entre el humor y el drama. ¿Había miedo a caer en la frivolidad o en el exceso de dramatismo?
Siempre hay que cuidar ese equilibrio. El tono de la comedia es lo más difícil, sobre todo para que el espectador se identifique. La comedia hecha desde la verdad refleja la vida, y la vida tiene drama y humor a la vez. La risa y el llanto pueden ir juntos, y eso debe parecer verosímil. Si te pasas, te alejas del espectador. En este caso, el humor ya estaba en la obra de Alonso de Santos en la que se basa la película. Los actores ayudan mucho a mantener esa verdad: he tenido la suerte de contar con un reparto inmenso.

- Alberto San Juan y Mario Casas durante el rodaje. -
- Foto: Andre Paduano
La película invita a pensar sobre lo que destruye una guerra: la amistad, la dignidad, el respeto... Incluso entre los del mismo bando.
Claro. La guerra provoca eso. No lo mostramos de forma frontal, pero sí como consecuencia natural. El fanatismo y los extremos son devastadores. El personaje de Asier Etxeandia representa el miedo y la muerte sin empatía alguna. Era esencial incluirlo para que quedara ese poso del que hablas, para que el espectador reflexione sobre las consecuencias de todo eso.
Ese personaje refleja también a quienes se resisten a pasar página, los que parecen necesitar seguir en guerra.
Exactamente. Hay gente que no sabe vivir sin conflicto. Lo importante es que no avance, que usemos la palabra y los sentimientos, no las armas. El respeto se está perdiendo. Vemos una falta de respeto tremenda entre los políticos, algo que en la Transición no ocurría. Se está imponiendo una dinámica bárbara.
Los protagonistas, Alberto San Juan y Mario Casas, encarnan a dos hombres sin vocación de guerra. ¿Cómo fue el trabajo con ellos?
Desde la lectura del guion sabíamos que cada personaje tenía una misión. Representan al pueblo: personas arrastradas por la historia, sin elección. En ese viaje aprenden a ser ellos mismos, fuera de cualquier ideología. Con los actores trabajamos mucho antes del rodaje, ensayamos, ajustamos matices. En el rodaje, la historia cobra vida. Ha sido un proceso muy bonito.
¿Pensaste en ellos desde el principio?
Siempre pones cara a los personajes, aunque no siempre aciertas. Este proyecto ha durado cuatro años desde la primera versión del guion, y mantener a los actores tanto tiempo no es fácil. Pero desde el principio a Mario le encantó la historia y Alberto también estuvo implicado. Tras algún parón, conseguimos reunirlos. Era fundamental, porque la elección del reparto determina el tono y la credibilidad. Son actores creativos, disciplinados y con una gran capacidad para la comedia y el drama. Estoy encantado.

- Alberto San Juan, Nora Hernández y Mario Casas. -
- Foto: Andre Paduano
Leí que conociste la obra en 2008. ¿Por qué tardó tanto en llevarse al cine?
Por paciencia, básicamente. Un director necesita talento, salud y paciencia. A veces los proyectos duermen en un cajón, pero este me atrapó desde que leí el texto. Hubo intentos que no cuajaron, luego otros trabajos, televisión... Hasta que encontramos la vía adecuada. Desde entonces, el proceso ha llevado cuatro años. Es una película de época, coral, con un reparto extenso y un casting muy minucioso. Cada película tiene su tiempo, y lo fundamental es mantener la energía y la convicción de que hay que hacerla.