MURCIA. Yo no sabía que los Beatles sacarían su lp isérgico 20 años después, o así. Pero un día de julio de aquellos 60, mi padre nos llevó a Cartagena, a pasear en barca. Veníamos en la ballena, desde el Poblado de Refinería. Por Alumbres, paralelos al vía estrecha, de gran historia. Enseguida, como jonases redimidos, nos íbamos al muelle de los escalones, donde todavía no imperaba la cola de ballena. Allí, un pescador de cuadro realista del XIX, nos ayudaba a subir a la barca. Mi padre, Laertes mismo redivivo, disponíase a popa, para advertir de las imprudencias de la marinería. El suelo de la barca olía a gloria pura marinera: pescado en salmuera podre, mezclado con todas las nobles contraexcelencias vulgares de un puerto milenario. Pero a mí me significaban la autenticidad de la negra nao de los aqueos. Aunque yo aun no sabía nada –¡aún!– de los aqueos, ni de Laertes, ni de Homero, ni de nadie. El pescaor, cual nuevo Piteas, comenzó con dos bandazos de remo concatenados, para salir del pequeño encierro. Luego, ya, armonizó la marcha con sendas remadas uniformes.
De pronto, dijo: “¡Ahí, el arsenal!”. Y señaló a su izquierda. Remaba de espaldas a la proa. Yo, que aún no sabía nada de Ifigenia en Áulide, me figuré allí a todas las negras naos de los aqueos atrapadas por el viento, por orden de una diosa de capricho mayúsculo. Tampoco sabía que, al final, a la pobre Ifigenia, quinceañera obediente, la misma diosa importuna, se llevaría a la moza a su aburrida corte de bacantes y doncellas de invivida vida. Pero, en aquella tarde, aún no había salido Ifigenia de la casa de su padre, el fiero Agamenón. Las negras naos se pudrían de ansias bélicas en el angustioso puerto.
Viramos a babor, y fuimos casi costeando la mole de Galeras, con su castillo fiero, arriba, dominando la rada. Una formidable prisión castrense que tanta Historia de España conoce. Todos eso, sin que yo supiera nada aún de nada. Las cosas vienen cuando vienen, los ojos almacenan para cuando las ideas arriben.
Al pasar frente a dos formidables ojos abiertos en la base de la mole, Piteas adujo: “las bases de los submarinos”, y señaló a los formidables óculos mencionados. Yo, que nada sabía aun de galeones, imaginé a dos submarinos tipo Capitán Nemo surgir raudos hacia alta mar, y derribar de un solo torpedo a las naves piratas de los ingleses, sobre la fosa de la Marianas de diez mil metros de profundidad. Allá abajo, el diablo demonio recogería el oro, y lo devolvería a las minas mexicanas. A las pérfidoalbionescas naos las ardería en sus avernas llamas de fulgor eterno.
“Es el Castillo de Galeras”, dijo de nuevo Piteas, más cicerone que nunca. Allí, yo ya sabía, pero ignoraba que sabía, Don Jerónimo de Ayanz, regidor perpetuo de Murcia, y procurador en Cortes de este Reino, consiguió de Felipe II, que las galeras reales fondearan en este puerto al que los de Cartago dieron nombre, alternando con Barcelona. Más tarde, sería el apostamiento definitivo de la Marina Española. Ayanz, el navarro inventor y héroe de guerra, gran veedor de aqueste reino.
Con esto, llegamos a Santa Lucía, es decir, a Mastia. Ciabogó Piteas y, tras virar otra vez a babor, enfiló el camino de vuelta. Ulises, tras dejar a Calypso, volvía a Itaca. La tarde estival había encrespado la mar, pero el bravo Piteas remó más recio, y no pasó nada. Algunas naos enemigas, disfrazadas de barcos deportivos nos quisieron abordar, pero no lo consiguieron. Nuestro piloto, acostumbrado a sortear Scillas y Caribdis, los esquivó a todos.
Al volver, los pretendientes de Penélope se arracimaban en torno al aparcamiento de la ballena, para coger los primeros asientos; allá, junto al monumento a los de Cavite: ansias de vana primogenitura de quien no ha conocido gloria.
Hoy, a más de cincuenta años de aquello, revivo aquel periplo, que apenas duró una hora, medido en el miserable tiempo de los hombres. Pero que fue infinito en mi conciencia, aquel día y siempre. Lo que me dejo por contar, poco importa si lo más salió a la prosa.