Me acomodo en el asiento trasero del coche. Por delante tengo 447 kilómetros, que es la distancia que separa a las ciudades uzbecas de Bujará y Jiva (también conocida como Khiva). El coche enciende el motor y me pego a la ventana para ver el paisaje. Hay casas bajas, algunas de llamativos colores, niños jugando a pie de carretera, hombres sentados a la sombra de un portal y extensiones de campos de cultivo. Los baches de la carretera no me dejan dormir y me mantengo abstraída con lo que veo tras el cristal. Al cabo de unas horas todo cambia y apenas percibo cualquier atisbo de vida: el horizonte es una larga llanura árida salpicada por algunas plantas de esparto. Es la estepa arenosa del desierto de Kizil Kum, que antiguamente servía de paso para las caravanas de mercantes que comercializaban especias, joyas y otros productos valiosos a través de la Ruta de la Seda. Un largo camino —más que el mío— para llegar hasta Jiva, incrustada en medio de los desiertos del Kyzulkum y el Karalkum. Llegan hasta el lugar en el que, según la leyenda, Sem, el primero de los hijos de Noé, encontró un pozo de agua en pleno desierto. Al beber de él exclamó «Khey-vakh (agua dulce)» y establecieron la ciudad que, siglos más tarde, sería faro y oasis para los comerciantes que llegaban a la ciudad tras un largo camino desde Persia. Bueno, y para los viajeros que, como yo, llegan hasta aquí.
La arena queda atrás y al divisar la muralla de adobe que protege la ciudad siento una alegría equiparable a la que experimentaban los comerciantes. Por fin he llegado a Jiva, mi última parada recorriendo la Ruta de la Seda en Uzbekistán. El coche cruza una de las puertas de acceso a la ciudad y, como si estuviera a bordo del Delorean, me teletransporto al pasado. Una sensación que aumenta cuando comienzo a caminar por las calles. Construcciones de adobe y piedra, ovejas y gallinas correteando sueltas, niños jugando en calles sin asfaltar, mujeres y hombres recostados en el tapchan —una especie de diván donde la gente come o duerme, especialmente en verano—, un anciano arreglando una caña de pescar… Claro, muy cerca está el río Amu Daria, de ahí que Jiva sea un oasis en medio de los desiertos.

- Minarete Kalta-Minor -
- Olga Briasco
El minarete inacabado
La vida dentro de la muralla y alejada del centro se vive con calma, quizá igual que antaño. La única diferencia es que muchos tienen el móvil en sus manos. Serpenteando por las calles empedradas dejo atrás esa cotidianidad y llego hasta el corazón de Jiva, a Itchan Kala. Mi brújula es un minarete que se alza majestuoso ante mis ojos: el Kalta Minor. No veo más norte que ese, y apresuro mis pasos para situarme junto a él. De cerca abruma más. Construido en ladrillo, está decorado con azulejos vidriados y mayólica, en tonos azules, blancos y celestes —característico de la arquitectura islámica de Uzbekistán—. Acaricio la base con mi mano, notando su porosidad e irregularidades, sintiendo los siglos de historia. Miro al cielo, a esos 29 metros de altura que tiene, aunque fue diseñado para ser mucho más alto. De hecho, se dice que el minarete se podría haber visto desde Bujará. Muhammad Amin-Khan mandó construir el minarete más hermoso del mundo y su muerte lo dejó inacabado, pero, aun así, su belleza es hipnótica. Tanto que en un segundo plano queda la madrasa que lleva su nombre, que sí fue completada y se convirtió en una de las más grandes de Asia Central.
Para entender el porqué de la ambición del complejo ideado por Muhammad Amin-Khan hay que escarbar en la historia hasta llegar a Tamerlán, uno de los conquistadores más poderosos del mundo islámico. También viajar a Urgench, capital histórica del imperio Corasmio (actual Uzbekistán y partes de Turkmenistán). Allí Tamerlán libró una batalla que terminó con la destrucción de la ciudad y la huida de miles de personas hacia el sur. Muchos de ellos se asentaron en Jiva, que comenzó a ganar importancia como nuevo centro urbano y político, proceso que culminaría en el siglo XVI cuando se convirtió en la capital del Kanato de Jiva. Obviando muchos acontecimientos llegamos al siglo XVIII, cuando Muhammad Amin-Khan, de la dinastía Qungrat, llegó al poder. Bajo su reinado (1845-1855), Jiva se convirtió en poco tiempo en el centro espiritual de Asia Central. Y sí, compitió en importancia con los kanatos de Bujará y Kokand, de ahí su obsesión en crear el complejo más bello y alto de Asia Central. Al final, todo tiene una explicación.

- Un vendedor espera en una de las calles a que los turistas lleguen al casco antiguo de Jiva -
- Olga Briasco
Patrimonio mundial de la unesco
Aparto la mirada del minarete y retomo mi visita. Me abro paso por una vía repleta de tiendas con productos artesanales y prendas de ropa. Es fácil imaginarse a las caravanas de comerciantes cargadas de especias, lujosas telas y piedras preciosas. Más cuado llego al antiguo caravasar (AllaKuli Khana), repleto de puestos y gente mirando lo que ofrecen. Antiguamente, era la posada para caravanas y viajeros. Al salir, más tiendas. En casi cualquier esquina hay un vendedor, pero también un edificio histórico. Dentro de Itchan Kala hay 51 edificios históricos (la mayoría levantados entre 1780 y 1850) que se arremolinan para convertir a Jiva en una ciudad-museo. No en vano desde 1990 es Patrimonio Mundial de la Unesco.
El sol comienza a descender y aprovecho para cenar en el Terrassa Cafe & Restaurant, disfrutando de una cocina tradicional y con las vistas de una ciudad que queda iluminada por los focos que alumbran algunas mezquitas y madrasas. El resto del casco viejo queda en penumbra, sumido en el silencio de la noche. Sumido en las historias de Sherezade. Con la ayuda de la linterna del móvil —qué gran invento— regreso al hotel.

- El antiguo conjunto de Ichan-Kala de noche -
- Olga Briasco
Entre palacios y madrasas
Hoy toca descubrir qué se esconde detrás de cada puerta y muro. Es temprano y en las calles solo hay alguna mujer barriendo. Los rayos de sol se reflejan en los azulejos que cubren cúpulas y fachadas y los vendedores comienzan a llegar cuando el sol está más alto, casi a la vez que los primeros turistas. Es hora de conocer Jiva. No sigo un orden concreto; me guío por mi instinto, evitando los grupos. No son muchos, pero se nota que Uzbekistán está cogiendo cierta importancia turística. Un minarete que el tiempo ha inclinado llama mi atención. Es la mezquita Djuma. Al entrar me sorprende una sala con 213 columnas —las más antiguas datan del s. X—, con intrincados tallados geométricos y arabescos. Incluso alguna tiene inscripciones kufi. Las pequeñas aperturas que hay en el techo iluminan una parte de la sala, creando una atmósfera mágica y silenciosa.
No muy lejos está la entrada de la que fue la segunda residencia de los khanes en la ciudad —la primera fue Kuhna Ark—, mandada construir sin privaciones por Allakuli-khan. Su exterior es sobrio, pero su interior es un auténtico laberinto de salas magistralmente decoradas con azulejos en tonos azules o con bonitas pinturas —la habitación más rica y espaciosa es la khan—. En total, 150 habitaciones y nueve patios que se distribuyen en dos alas, unidas por un pasadizo para conectar, cómo no, el harén con la sala del trono, al sur. Cada detalle es único, como las altas y esbeltas columnas de madera tallada con base de mármol, también tallada, que sujetan los iván (arcos abovedados) o las celosías caladas de ganch (material blanco similar al yeso).
En Jiva hay otro nombre propio: Pahlavan Mahmoud, un filósofo, luchador y profesor de sufismo. Según la leyenda, Pahlavan Mahmud fue enterrado en el patio de su taller. Los habitantes de Jiva empezaron a considerarlo como el santo patrón de la ciudad y, en 1701, erigieron un mausoleo sobre el lugar de su enterramiento. El complejo, que incluye un cementerio, una mezquita, madrasa y una soberbia cúpula verde, hoy es lugar de peregrinaje. El interior del mausoleo está cubierto de azulejos de tonos verdes, azules y blancos y en una sala están los restos de Pahlavon Mahmud. Allí dos mujeres se recogen en el silencio y rezan.

- Las murallas de adobe de Jiva -
- Olga Briasco
Por cierto, Jiva cuenta con 24 madrasas, algunas con espectaculares portadas con arcos abovedados, que cobijan pequeños museos o tiendas de recuerdos. Es el caso, por ejemplo, de la madraza Allakuli Khan, cuyas salas de formación hoy están ocupadas por el Museo de Medicina o la madraza Islom Khoja que acoge el museo de Artes Aplicadas. La nueva función de esos lugares responde a un hecho histórico: el imperio ruso, en 1873, ocupó Jiva y convirtió el kanato en un estado vasallo. No fue hasta 1920 cuando el kanato fue abolido y reemplazado por la República Popular de Jorezm, que fue integrada, en 1924, en la República Socialista Soviética de Uzbekistán. De ahí que los centros de culto hoy tengan otras funciones. Aun así guardan la belleza y el simbolismo de antaño.
Sigo en mi visita, embelesándome con cada decoración, empapándome de una historia hasta ahora ajena y disfrutando una y otra vez de sus rincones, especialmente cuando los turistas abandonan la ciudad amurallada. Es entonces cuando el silencio reina y cada monumento brilla en su conjunto, con ese dorado del desierto y ese azul de sus cúpulas, convirtiendo a Jiva y a su Itchan Kala en un oasis único. Y es lo que me gusta de Jiva, que cada monumento hace más hermoso al otro, que no hay ninguna joya sino que todos son pequeñas piedras preciosas y que cada calle lleva a una historia, quizá de Las mil y una noches. Como en la vida, en compañía se brilla más.
Qué más hacer en Jiva
El minarete khodja. Aunque el minarete Kalta Minor sea el más conocido por su simbolismo, el minarete Khodja, que forma parte del complejo de la madrasa de Islam Khodja, es también un emblema de la ciudad. Lo es por sus 56 metros de altura y por tener las mejores vistas de la ciudad. Son 112 escalones que te llevan hasta la plataforma, situada a 45 metros de altura. Otra alternativa para tener una buena vista de la ciudad son las murallas, además es muy interesante pasear por ellas.
El Palacio isfandiyar. Situado fuera del recinto amurallado, se encuentra este palacio de principios del siglo XX. El conjunto palaciego lo forman distintos edificios rodeados de jardines, todo un lujo del que carecían los palacios en el interior de Itchan-Kala. En el diseño y construcción del palacio participaron artesanos de Jiva, como rusos y alemanes, de ahí que tenga una interesante fusión de elementos orientales y occidentales.
Guía práctica de Jiva
Cómo llegar: Desde Bujará: La opción más sencilla es en coche (447 kilómetros), aunque también se puede ir en tren (opera lunes, jueves y sábado). Desde Tashkent se puede ir en avión, aunque no lo recomiendo.
Moneda: Som uzbeko (1 Som son 0,000068 euros).
Consejo: Para visitar los monumentos hay que comprar una entrada conjunta. Su precio es de 200.000 som (unos 15 euros) y es válida 48 horas.

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* Este artículo se publicó originalmente en el número 129 (septiembre 2025) de la revista Plaza