MURCIA. Tal es el título del libro que pasamos a comentar, de Pascual Santos López, historiador de esa época premoderna en la Historia de esta tierra, antaño Reino, hoy Comunidad Autónoma, bien que bastante cercenada en su extensión. El autor ha entregado a la imprenta de la Real Academia Alfonso X el Sabio, de Murcia, su segunda obra sobre aquel tiempo penúltimo de la Inquisición. Sabido es que, en la Década Ominosa, Fernando VII volvió a conceder al Santo Oficio jurisdicción y mando absoluto en las conciencias. En 1834, con el Isabelismo, se abolió definitivamente. Pascual Santos ha entregado ya, anteriormente, un título sobre el particular: Ilustración Radical en España, los hombres más malos del mundo. Y promete una tercera entrega sobre el particular.
El autor bucea en las alegaciones fiscales del Santo Tribunal enviadas a Madrid, perdidas que fueron por una desidia archivera máxima, las actas de los encausamientos. O bien, quemadas en el asalto de las fuerzas liberales y desbocadas al Palacio de la Inquisición, antaño Alcázar de Enrique III, al principio del Trienio Liberal. Pero con ello es suficiente para desvelar una sociedad, aún en tiempos de Floridablanca, que ya vivía absolutamente descreída de los dogmas eclesiásticos que aherrojaban la vida cotidiana del español de este Reino, tan amplio entonces. Los casos que cuenta Pascual López son nueve; a saber: José Fuster Oliver, Alejandro Malaspina, Lucas López, Pedro Cuenca, Bernardo Terri, José Pizana, Joaquín de Cea, los hermanos Villaescusa, y Francisco Villaescusa, cuyo pensamiento libre entronca ya con la causa liberal.
El autor aporta una causa externa del cambio, la llegada de profesorado civil, laico, de inspiración intelectual jansenita -que antepone las ciencias al dogma- al Seminario de San Fulgencio, al que asisten tanto nobles como plebeyos. Pero hay una causa interna: el hartazgo de las gentes del común, como José Pizana, de los condicionantes tiránicos de la administración religiosa, que impedía el normal funcionamiento de la sociedad. Como decía este mismo personaje; si bien con otras palabras: la naturalidad antes que la religiosidad.
Sostiene el autor que el hecho de que fuese en ámbitos privados y naturales, donde se deslizaban los dichos en contra del entendimiento inquisitorial de la Religión, significa que la pretendida radicalidad, se hallaba extendida, si bien, no externalizada. La gente popular vivía en una suerte de omertá expresiva absolutamente silenciada. Y, que, de vez en cuando, oídos atentos y alevosos iban con el cuento a los familiares del Santo Oficio.
Es decir, la fuerza de la vida cotidiana, y los profesores laicos que sustituyeron a los dominicos y franciscanos del Semanario de San Fulgencio, por voluntad del obispo Rubén de Celis, dieron en la apertura de las mentes del estamento popular.
Por eso es muy importante este libro del significado historiador ciezano. Nos descubre un territorio liberado, en conciencia, de la losa del pensar teológico sobre el filosófico. Murcia, en el sentido histórico amplio del politónimo, tenía ya dentro de las conciencias, el germen de la Ilustración, cincuenta años antes de la abolición del Santo Oficio. Conviene saberlo, para añadir un punto más de orgullo al hecho de haber nacido en esta tierra.
Signifiquemos el esclarecedor prólogo de Francisco Javier Guillamón, catedrático emérito de la UM.