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El lorquino Pepe Pérez-Muelas se encuentra a sí mismo recorriendo la historia, la literatura y el paisaje de Italia

  • Pepe Pérez-Muelas
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Pepe Pérez-Muelas contiene multitudes. Entre ellas, una basto bagaje cultural que amontona referencias literarias, historias y mitos. Ya lo demostró en Homo viator. El descubrimiento del mundo a través de los viajeros (Siruela, 2023), pero en su nuevo libro, Días de sol y piedra: De los Alpes a Roma (Siruela, 2025), ha decidido ser él el protagonista de una aventura, la de recorrer la Vía Francígena que cruza gran parte de Italia, un Camino de Santiago sin santos, que estableció Sigerico en el siglo X en su viaje de vuelta a Canterbury.

Pérez-Muelas, con solo cuatro meses de práctica ciclista, utiliza esta primera gran vez para desplegar un libro lleno de descubrimientos: desde algunos de los mitos que han dejado huella en el patrimonio y la cultura occidental hasta turbulenta historia contemporánea de Italia; pero sobre todo, este es un libro en el que cada referencia es un reflejo de algo personal. El escritor lorquino, a lo largo de estos días, realiza un viaje interior que le lleva a explorar sus relaciones familiares, su deseo, la consciencia de su cuerpo o la fe.

—¿Cuándo y cómo está escrito el libro? A veces tiene algo de diario, pero luego hay tantas referencias a lecturas que parece imposible que se haya durante el viaje.

—Realmente, entre un 60% y un 75% del libro está escrito en el momento. Evidentemente, cuando llego a España hago las correcciones necesarias. Luego es cierto que el libro tiene mucha investigación, sobre todo en las partes que hablan de autores como Primo Levi. Pero los hilos de los que tirar y la idea general surgen durante el viaje; luego la desarrollo cuando vuelvo a España y va cobrando forma. En ese sentido, es un libro que se acerca mucho al momento en el que suceden los hechos, que fue el verano pasado.

—Te quería preguntar por uno de los temas que atraviesa el libro: la fe. Los lectores españoles, cuando pensamos en un viaje espiritual, tenemos siempre como referencia el Camino de Santiago. Pero tú dices que esta vía “no está pisada por un santo” y que, además, no lo haces por fe, sino por todo lo contrario: por la ausencia que siempre has sentido de Dios. ¿Cómo crees que ese aspecto atraviesa tu experiencia, tanto por la educación y la cultura que tenemos en España, como por tu propia crisis de fe o de creencias?

—Vivimos en una sociedad libre, donde no existen ese tipo de imposiciones. Pero es cierto que yo quería acercarme un poco a un camino más espiritual. No me ha movido la fe en ninguno de estos casos, pero sí la necesidad de soledad para encontrarse, o para encontrar algo parecido a la divinidad. Me he quedado en monasterios, en conventos, he dormido allí, he hablado con monjas, frailes, sacerdotes… Quería experimentar si, después de ese acercamiento a la fe, surgía algo, algún sentimiento que saliera al encuentro.

No lo explico así en el libro, pero al final he vuelto aún más ateo de lo que era. Sin embargo, me ha ayudado a entender muchas cosas del rito y de la religión, que yo nunca he despreciado. Soy ateo, pero participo de la Iglesia católica. Este viaje me ha ayudado a aclarar ideas y a apuntar ciertos conceptos espirituales, porque, si bien soy ateo, también soy una persona muy espiritual.

—En el primer capítulo estableces un paralelismo con Petrarca, y ahí se revela algo que creo que atraviesa todo el libro: el papel del paisaje. Más allá de las lecturas o del bagaje cultural, el paisaje aparece como conductor de reflexiones, ideas, incluso como una bálsamo para abordar el cansancio.

—Era uno de mis objetivos cuando empiezo a hacer el viaje, y sobre todo cuando escribo el libro: mostrar ese acercamiento a la naturaleza. Hoy vivimos bastante alejados de ella; el paisaje es un decorado que nos encontramos de vez en cuando. Cuando empiezo a montar en bicicleta descubro que tengo a mi alcance toda una gama de colores y sonidos de los que casi siempre he vivido al margen.

Cuando atravieso Italia no estoy recorriendo solo un espacio cultural o civilizatorio: parto desde los Alpes y me sumerjo en unas alturas que en mi vida cotidiana me resultan ajenas —el Mont Blanc, el Cervino, el Monte Rosa… Atravieso ríos, bosques—. Y como utilizo la bicicleta como medio de transporte, creo que esta me otorga la velocidad justa para empaparse de las cosas, para entender su sentido sin cansarte de ellas ni verlas demasiado rápido.

A pesar de haber pasado por muchas ciudades y pueblos, ha sido un viaje sobre todo de naturaleza, donde me he visto en soledad con ella. Creo que eso se ha cumplido bastante, y en el libro está muy presente.

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—Es un libro de descubrimientos, como dices. Está el descubrimiento del territorio, el de la propia historia de ese territorio y también el descubrimiento personal, el de descifrarte emocionalmente. También es una experiencia nueva para ti ir en bicicleta a esa intensidad y distancia. Te la compras cuatro meses antes y empiezas a salir. Hay un descubrimiento también que necesita una mente nueva, con algo de miedo o respeto, con ganas de descubrir.  ¿Tú lo ves así?

—Sí. Yo no soy deportista. Descubro la bicicleta en marzo, y este viaje lo hago en julio. La descubro como una forma de superar la ansiedad, de sanarme mentalmente. Recorrer la Vía Francígena fue un reto personal, una manera de ver si era capaz de hacer 1.200 kilómetros en tantos días. No iba con prisas ni con la obsesión de llegar a Roma. Poco a poco mi cuerpo se fue habituando al cansancio, soportando los dolores físicos, y los mentales fueron desapareciendo.

Me sucedió algo curioso —y creo que lo digo en el libro—: ya no soy nada si no estoy sobre la bicicleta. Cuando estoy cumpliendo una etapa y llego a un pueblo, voy a la catedral, me siento, me tomo una cerveza… y me falta algo. Me falta pedalear. Pienso: “No soy nada estando aquí sentado”. Necesito pedalear, consumir kilómetros.

Y eso me lo da la bicicleta. Es como un encuentro amoroso con un medio de transporte que te retrotrae a una época pasada, sin artificios. La bicicleta es muy sincera, porque los paisajes que ves te los has ganado con esfuerzo, con los pedaleos, subiendo montañas. Las cuestas abajo, que son muy placenteras, lo son porque antes has tenido que llegar a la cima.

—Hablábamos de ese descubrimiento emocional y vital que haces: comienzas el viaje con tu hermano, pero luego sigues solo, y eso parece que te va descifrando. ¿Hasta qué punto eras consciente de lo que te estaba sucediendo mientras lo vivías?

—Mientras se iban sucediendo los hechos, yo tenía la necesidad de escribirlos. Mi hermano siempre ha sido una persona muy importante para mí, la más importante que he tenido. Nos distanciamos por causas de la vida, y cuando se produjo el reencuentro, necesitaba escribirlo.

Cuando lo hacía, sabía que se iba a publicar en Siruela, pero se produce una especie de visión submarina, con la que no te afecta lo que hay alrededor ni las consecuencias que puede tener. Es ahora, con el libro ya publicado, cuando la gente me dice: “Oye, lo que cuentas de tu hermano es muy duro”, o “Eres muy valiente al contarlo”. Y entonces empiezo a tomar conciencia de que me he desnudado, de que mi intimidad se ha hecho pública.

Y no solo pasa con mi hermano. Pasa con la fe, con los temas de la ansiedad, de la depresión… incluso con una chica con la que estuve allí, una pequeña galantería estando yo casado. Me ha sucedido en muchos campos.

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