MURCIA.- Sería imposible e injusto referirse a la obra de Berlanga sin mencionar a Rafael Azcona. El guionista riojano fue esencial a la hora de darle forma poética y estructura a las prolijas ideas del valenciano, de modo que llegaron a ser las películas que son. Sin duda, encontraron la fórmula con la que retratar de manera valiente unos años convulsos, una época oscura de un territorio que todavía tiene heridas abiertas. Y esta fórmula no fue otra que el humor. A través de la comedia ácida y la risa lograron que la sociedad a la que retrataban —esta tan abocada a que todo saliese al revés de lo planeado— se riese de sí misma y se reconciliase, de algún modo, tras haber vivido una Guerra Civil.
Berlanga y Azcona encontraron un equilibrio el uno en el otro aunque eso no quiere decir que tuviesen carácteres similares. La personalidad de Berlanga era hacia fuera, todo lo que la de Azcona era hacia dentro. De hecho, la exuberancia del valenciano era torrencial comparado con la discreción del riojano. Pero esto tampoco quiere decir que uno fuese todo caos y el otro todo calma. Ni mucho menos. En el trato cercano Berlanga era reflexivo y dilemático, mientras que Azcona era generoso y alegre. Y en su escritura y práctica cinematográfica es donde encontraron la simbiosis que les llevaría a reconstruir y criticar los dilemas morales de una sociedad y de una época.
Sin duda, no había tándem que les hiciera sombra en aquel momento. Azcona, en su humildad, decía que las películas eran de sus directores. Esto daría para un amplio debate en torno a la autoría de un arte tan colectivo como el cine, donde tan importante es el guion como la culminación de una película en la fase de montaje. No obstante, Berlanga era consciente de que sus películas no habrían sido las mismas sin la escritura de su amigo Rafael.
Desde Se vende un tranvía (1959), donde ambos se estrenaron como guionistas para un capítulo de la serie Los Pícaros (nunca se rodó), hasta Moros y Cristianos (1987), esta dupla creativa dejó un total de doce películas, algunas de ellas consideradas obras maestras en la historia del cine de nuestro país. Entre ellas, Plácido (1961) o El verdugo (1963), película sobre la que el valenciano admitió que Azcona había aportado estructura a su dramaturgia. Ascetismo, llegó a decir. Así como naturalidad en los diálogos para que el personaje no acabase aislado en la colectividad. Berlanga fue sin duda un buen receptor de las ideas de Azcona y el dúo crearía un puñado de buenas películas en tiempo récord.