VALÈNCIA. Un perro de esos con el cuello como un cañón, uno de esos chuchos que dan miedo, ladra y aúlla, como intentando llamar la atención y dar pena, dentro de una jaula. Julio lo ha encerrado por la visita. Los dos están nerviosos. Él tiene ganas de contar cosas, de abrir su corazón, de ser sincero, y eso tiene una factura emocional. La casa, en el corazón de la Calderona, rodeada de naturaleza, huele a incienso. Julio coge una botella de la nevera y sirve un batido hecho con pomelo, jengibre y piña. Luego saca unos sillones al jardín, los coloca debajo de un árbol, una falsa pimienta, y nos regala una pulsera. Entonces se sienta, cruza las piernas y dice: “Cuando quieras”.
La fecha de esta entrevista no es casual. Julio Lorenzo ha elegido el 14 de junio, el día de su cumpleaños, el día que alcanza los cincuenta años. Ha llegado al medio siglo tras enderezar el rumbo. Antes, anduvo muchos años, demasiados, a la deriva. Y el origen de todos esos años de dolor puede estar en su confuso origen. Porque Julio es negro y es adoptado. Y le tocó ser un niño negro en los años 70, cuando en València un negro era algo tan exótico como un tigre albino.
Un día, siendo un chaval, fue a los Dominicos, donde estudiaba su primo Carlos, y cuando entró en el patio, se hizo el silencio. Los niños se quedaron sin habla, como si hubieran visto una aurora boreal por primera vez. “Pues esto era mi día a día”, concede sin aparente acritud.