MURCIA. En su plato quedaban algunos granos de arroz bañándose en grasilla, algo de morcilla y unos huesos de costilla remordidos y muy limpios.
Creo que me he enamorado. Algo no estoy haciendo bien porque hasta ahora el aislamiento era mi única religión.
Si todo está en su sitio no se necesita compañía de nadie pues la soledad voluntaria es síntoma de buena salud emocional. Pero en este momento siento que mi corazón está lleno de babas, bobadas y veneno de unos labios floridos y dulces como la miel.
Está bien, admito que a estas alturas no tengo nada interesante que ofrecer en ese campo de batalla. De ahí el rehuir de las tortas. Desde hace algún tiempo soy más de solucionar la papeleta succionando. Para jugar al billar con una cuerda pues como que mejor me la quedo para uso personal.
En cuanto me descuido paso las horas buscando su cara en la luna de un escaparate; su sonrisa en las nubes de un motor o sus ojos en el desagüe de un lavabo. Soy feliz porque cada día noto su respeto, la aceptación de mis pasiones y manías, que alguna tengo, y porque no intenta cambiarme. Igual esta vez sí que sí es para siempre.
Hogaño he desembozado mis oídos para escuchar lo que dice, que me tiene embelesado. Puede disparar cañonazos de lo que quiera, que me da igual, porque mi felicidad se centra en mirar y estudiar la densidad o profundidad de sus poros; en la posibilidad de descalzarme y meter los pies en sus hoyuelos o recoser alguna cicatriz aún por descubrir. Pienso en su sangre, saliva, lágrimas, sudor, cerumen, pus, acné, secreciones mucales, bilis, legañas, caspa, orina, emesis, incluso excrementos. Todo lo que su cuerpo expulsa me parece aprovechable. Todo es parte del milagro de su existencia. Sus sobras son el arreglo de mi arroz. Mi horno su cobijo.