Cuesta coger el carrito de la compra un sábado por la mañana como cuesta calzarse las zapatillas de deporte cualquier tarde, pero una vez sales por la puerta del mercado la felicidad es comparable al chute de hormonas que se libera tras una hora de running
No está avalado por la ciencia ni lo confirma ningún estudio de ninguna Universidad británica de prestigio. Pero es un hecho. Ir al mercado es como ir al gimnasio o como el sexo en una pareja que lleva más de 20 años junta. Da pereza. Siempre buscas alguna excusa para no hacerlo –para no ir–, pero una vez allí la descarga sensorial que te proyecta la parada del pescado, con sus destellos plateados y su olor a mar, y la que te concede el bodegón multicolor de fruta y verdura, engancha. Y quieres más, y te prometes que no volverás a dejar pasar dos meses hasta que vuelvas. Y que siempre vas a llenar allí la nevera. Pero luego la vida se impone y acabas en el pasillo de las pizzas congeladas de tu supermercado habitual.
El sábado estuve en el mercado. Sin prisas y sin niños –que es lo mejor que te puede pasar cuando vas a comprar al mercado–. No estaba muy concurrido. Cogí turno en la carnicería y mientras esperaba me paseé para saber cómo le había sentado el verano. Este se ha jubilado. Este ha cerrado. Este acaba de abrir. Este resiste. El balance no fue dramático. Aunque faltaba el bar, que cerró hace unos meses y que, como ocurre en los pueblos pequeños, es también donde pasan todas las cosas importantes. Me cuentan que ya tiene inquilino, pero hasta que se oficialice el traspaso, ya no es tan fácil cuchichear con la parada vecina y se reduce el vínculo entre quien te vende las aceitunas y quien te provee de especias.
Del mercado siempre sales siendo un poco más sabia porque la erudición que tienen algunos tenderos y tenderas de su productos es superior a la de más de un catedrático. Conocen el nombre y apellidos de quien cultiva las ciruelas, con qué frecuencia se riegan los tomates, de qué se alimenta el pollo que te están preparando y saben que el hijo del patrón del barco que saca los salmonetes se casó la semana pasada. Y esas historias hacen que aprendas a valorar y seguramente a pagar más por unas berenjenas. Yo cargué de fruta y verdura para toda la semana y Juanjo me regaló un sabor que no recuerdo haber probado antes: el de las ciruelas claudias. También me fui de allí con un trozo de hoja de lechuga que me dio para que oliese lo que era una lechuga "de verdad".
Eso es otra de las cosas bonitas que pasan en los mercados. Poder oler y muchas veces catar el género antes de llevártelo. La persona que está al otro lado del mostrador te ofrece una porción de queso de cabra, te da a probar cinco tipos de aceitunas hasta que das con las tuyas –ay, ese momento es mágico– o te tiende las primeras cerezas de la temporada. Sencillas y efectivas técnicas de marketing que deberían analizarse en las escuelas de negocios. Si la ofrenda va seguida de un "bonica", la probabilidad de que compres se multiplica.
En los mercados sueles gastar más tiempo y más dinero que en el supermercado. Pero el resultado y el cóctel de dopaminas, endorfinas y serotonina que se activa después de cada visita es inigualable. Entre pagar un pasta por un entrenador personal o la cuota de ese gimnasio low cost que promete ponerte cachas por 11,50 € al mes, creo que todos sabemos lo que funciona mejor.