la opinión publicada / OPINIÓN

Las inundaciones de Valencia y la decadencia de la democracia representativa

10/12/2024 - 

Hace poco más de treinta años, la caída de la URSS y del bloque del Este de Europa que dependía del imperio soviético llevó a Francis Fukuyama a proclamar "El fin de la historia": tras la derrota de su némesis comunista, el modelo democrático capitalista de Estados Unidos ya no tenía rival ni antagonista ideológico posible: la democracia occidental había triunfado y se extendería, inevitablemente, por el mundo.

No hace falta decir que Fukuyama se equivocó. De hecho, se equivocó tanto que son muchos los libros, escritos y reflexiones dedicados a destacar cuán profundamente se equivocó. La democracia capitalista está en regresión. Lo está, desde luego, en el mundo no occidental, que teóricamente iba a ser seducido por sus encantos. Los países que no eran democráticos entonces siguen siéndolo (o, si se prefiere, no siéndolo) ahora. Como mucho, adoptaron algunos principios democráticos formales que nunca llegaron a funcionar con un mínimo de verosimilitud ni sirvieron para extender los usos democráticos en sus sociedades más allá del proceso electoral formal (como pasa, por ejemplo, en Rusia).

Pero, además, en estos años ha surgido un modelo alternativo a la democracia occidental, un Estado nítidamente no democrático, cuyos ciudadanos aceptan disciplinadamente las decisiones del poder, y donde un desarrollo capitalista intensivo convive con una presencia apabullante del Estado en todas partes. Hablo, naturalmente, de China y su singular "Capitalismo de Estado". Además, la nueva superpotencia no pretende exportar su modelo a ningún sitio. Hace algo mucho más inteligente en términos de relaciones internacionales: asumir que cada país puede gestionar sus asuntos internos y sus procedimientos políticos como mejor considere, y que se pueden hacer negocios con ellos. Así que aquellos países cansados de ser regañados por Occidente (y por la hipocresía del discurso pretenciosamente virtuoso que emana de allí) ahora pueden mirar a otro lado.

Sin embargo, lo peor, para la democracia representativa, no es que no haya logrado penetrar fácilmente en los países que no siguen las pautas del mundo occidental. Lo peor es su absoluta decadencia dentro del mundo occidental. Allí, es cada vez más habitual encontrarnos con países en cuyas elecciones vencen candidatos antisistema, que desprecian los procedimientos democráticos. Sucede en países como Argentina, Brasil, Hungría, con tradiciones democráticas relativamente endebles, pero también sucede en Estados Unidos, con la nueva victoria de Donald Trump; o en Italia, donde la clara victoria de Giorgia Meloni ha obligado a la Comisión Europea y a los dirigentes socialdemócratas y conservadores a mirar hacia otro lado o a defender directamente que el caso de Meloni es "diferente"; un extraño ejemplo de "extrema derecha buena" con la que se puede hablar y alcanzar pactos sin ningún problema.

Los problemas de la democracia representativa son muchos, pero voy a detenerme en dos. El primero, que cada vez es menos representativa. Cada vez son más las personas que piensan que los modos convencionales de proceder por parte de los dirigentes políticos "moderados" o "convencionales" les dejan fuera. El reciente ejemplo francés, donde el presidente de la República, Emmanuel Macron, decidió ignorar el veredicto de las urnas que él mismo convocó para después nombrar un gobierno a su gusto (con el éxito que acabamos de presenciar: moción de censura y dimisión del primer ministro), es muestra de un político que no se considera concernido por lo que opine o directamente por lo que vote la gente. Este tipo de actuaciones se combinan con discursos y políticas a menudo elaborados desde espacios muy particulares y a espaldas de los intereses de la mayoría de los ciudadanos, aunque se vendan como "lo que conviene a la mayoría", o directamente como lo que hay que hacer, porque no cabe alternativa.

Por otro lado, a veces la democracia representativa pierde fuelle a ojos de los ciudadanos porque, sencillamente, parece que funciona cada vez peor. Es un fenómeno que hemos podido vislumbrar claramente en las desastrosas inundaciones que han afectado a la provincia de Valencia, antes, durante y después de las mismas. El proceso de toma de decisiones, la gestión de los asuntos públicos, está en manos de personas manifiestamente incapaces, que están ahí por fidelidad a unas siglas, y no por sus capacidades. Cuando pasa algo imprevisto, son incapaces de actuar con un mínimo de eficacia, y esto es así porque ni saben ni quieren gestionar nada, ya que el fundamento de su trayectoria política ha estado siempre vinculado con la lucha partidista, por un lado, y con el carisma político visualizado en medios de comunicación y redes sociales, por otro. Todo ello canalizado en una situación de "normalidad democrática".

 
Ante una situación que se sale de lo común, esta gente no sabe qué hacer, así que tenemos que ver actuaciones esperpénticas de toda clase que, combinadas con su ineficacia supina en la solución de los problemas que afectan a la ciudadanía, generan tanto indignación como desafección. Y no es un problema que vaya a solucionarse nombrando más asesores del partido, pero tampoco militares "apolíticos". Es un problema de difícil solución, porque la política es una actividad que requiere mucho esfuerzo continuado, una gran capacidad de sacrificio, que requiere dedicarse a ello en cuerpo y alma, con lo que llega un momento que el político ha de serlo en exclusiva, y desde el principio. Pero no tanto para gestionar, que también, sino para conseguir puestos de salida en las listas electorales, que es algo que se consigue sobre todo por el peso específico interno en el partido al que uno pertenece; algo que requiere años de paciente dedicación y "navajeo".

Los políticos son ciudadanos que ya estudian para dedicarse a la política y se meten en la política a tiempo completo desde edades muy tempranas, porque sólo así podrán prosperar en las intrincadas estructuras de los partidos. Cuando logran cierta relevancia, han de preocuparse por alimentar con continuos mensajes un ecosistema comunicativo a su vez muy diverso y complejo, lo cual tiene bastante mérito, porque tienen que generar mensajes sobre una actividad inexistente, porque está centrada en la representación. Para cuando un político así llega a un puesto de responsabilidad, lleva años y años viviendo de la política y actuando como he descrito. La política es su profesión, y su objetivo es ante todo seguir en su profesión.

Para ello, este perfil de político se dedica a garantizar fidelidades (nombrando a compañeros del partido en los puestos de responsabilidad en los que tiene mano, aunque no tengan ni idea del sector que les ha "tocado" en suerte) y hacer propaganda. Una acción política interna y externa que tiene poco que ver con las responsabilidades de gestión. Y que fácilmente puede generar desafección ciudadana, como estamos viendo desde hace años, y particularmente en estas semanas, cuando la maquinaria de la Generalitat Valenciana encalló desde el primer minuto ante su incapacidad para reaccionar a las inundaciones y sus consecuencias, incluso para mostrar un mínimo de empatía o muestra de que los políticos al frente de la gestión del desastre eran conscientes de la dimensión del mismo.

Nos lo aclaró la senadora del PP y alcaldesa de Bigastro (Alicante), Teresa María Belmonte, cuando comparó en plano de igualdad la destitución de las conselleras Salomé Pradas y Nuria Montes con la muerte de las 222 víctimas de la dana. Esas pobres mujeres que se habían quedado sin trabajo por culpa de la dana (de su ineptitud en la gestión que les competía y en sus declaraciones) también eran víctimas a sus ojos.

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