MURCIA. En su nuevo libro Ropa de casa (Seix Barral), Ignacio Martínez de Pisón deja atrás (o en un segundo plano) la historia en mayúsculas para presenta un recorrido íntimo por su vida, entrelazando recuerdos personales con la España de las últimas décadas. El escritor reflexiona sobre la evolución de su país y de su generación, pero también demuestra cómo el ejercicio de la memoria en la literatura no solo rescata imágenes, sino también voces y sensaciones, y cómo, al contar una historia propia, inevitablemente se cuenta la de los demás.
-Como escritor, parece evidente que tienes una pulsión por explicar un país, por describir una sociedad, por narrar los grandes temas a través de historias pequeñas. ¿Es eso lo que has hecho también en este libro? ¿Al explicarte a ti mismo, estás explicando un país?
-Sí, principalmente quería hablar de mí, de mis relaciones familiares, de mi formación como escritor. Pero era inevitable que surgiera una visión generacional. Al hablar de mí, no puedo evitar hablar de los cambios en España, de cómo los viví y, por lo tanto, de cómo los vivió mi generación. Somos la generación de los boomers, que compartimos muchas experiencias colectivas. Fuimos una generación predominantemente de clase media, con acceso a la universidad, que vivió el paso del franquismo a la democracia. Y yo no puedo nunca dejar de explicar a los personajes en su contexto, porque de hecho el contexto es casi el tema, más que los propios personajes.
A través de personajes menores tiendo a contar cómo es la sociedad en la que viven. Y en ese sentido, también yo soy un personaje menor. Las cosas que me pasan son cosas pequeñas. La vida que tengo no es una vida de aventurero; yo no soy el conde de Montecristo. Y creo que lo que hace más interesante mi vida es hablar de lo que me rodea; no solo de las personas, sino también de las circunstancias y cómo cambian estas.
Al fin y al cabo, las cosas que empezaron a cambiar en 1975, cuando murió Franco, terminaron por definir un marco de convivencia que sigue existiendo hoy en día. Es decir, seguimos en la España que se definió en el 78 con la Constitución. Yo fui testigo de esos cambios. No sé hasta qué punto era consciente de la profundidad y relevancia de esos cambios, pero sí notaba que efectivamente estábamos entrando en una fase nueva. Y lo digo claramente: ahora se vive mucho mejor; España es mucho mejor ahora que en el 78, pero en aquellos años se encaraba el futuro con optimismo y esperanza. Sabíamos que todo iba a ser mejor. Y de hecho, fue mucho mejor.
Franco murió en el 75, y el 1 de enero del 86 ya estábamos en la Unión Europea, siendo una democracia homologable a las demás democracias europeas. Mi generación, que entonces tenía 18 años, fue testigo de esos cambios. Yo me sentía, en cierto sentido, un protagonista secundario de todo aquello. Ahora, en cambio, conforme envejecemos, vemos que el desarrollo vital ya no está tan claro para las generaciones más jóvenes.
-Qué bonito que te consideres un personaje secundario, porque en la literatura española no tenemos tanta tradición de memorias, y cuando las hay, a veces se escriben desde una postura de protagonismo casi morboso.
-Mis memorias no tienen ningún interés morboso o personal. No tengo curiosidad por mí mismo ni por mi pasado de forma narcisista. Lo que quería era poner en orden mi vida, darle un sentido. Pero pronto me di cuenta de que no podía hablar de mí sin hablar de los demás, de las personas que estuvieron a mi alrededor, que me ayudaron a convertirme en el escritor que soy. En ese sentido, aunque es un libro de memorias personales, también es una autobiografía colectiva.
-Hay dos aspecto que me llaman especialmente la atención en el libro. El primero es cuando te tomas el tiempo para describir a las personas, cómo la narración se pausa en esas imágenes. ¿Cómo fue enfrentarte a poner en palabras esas semblanzas de los personajes?
-Yo soy, sobre todo, un narrador, y no me gusta mucho describir. Prefiero que la descripción esté integrada en la narración. Pero en estos casos, sobre todo cuando empiezo a conocer a escritores consagrados a partir de 1984, sentí que debía hacer semblanzas de aquellos cuya historia ya estaba cerrada, como Javier Marías o Javier Tomeo. Alguien me comentó que siempre empiezo por describir las cabezas, porque todos ellos tenían la cabeza grande. Marías, por ejemplo, era bajito, pero tenía una gran cabeza. Y a menudo empiezo las descripciones por ahí.
Sin embargo, lo que más me llama la atención al recordar es la voz de las personas. Las voces de los que ya han muerto siguen resonando en mi cabeza, y es algo que me parece muy difícil de describir en palabras. La imagen de una persona es fácil de transcribir, pero una voz es mucho más difícil. Por ejemplo, recuerdo perfectamente la voz de mi madre, fallecida hace seis años, y puedo imitarla con ese acento aragonés que tenía.
-En el libro también juegas con la idea de la memoria, diferenciando entre la memoria que tienes de tu padre, que es casi un archivo, y la de tu madre, que viene de la experiencia. ¿En qué se traduce esa diferencia?
-Con mi padre, tuve que hacer un esfuerzo especial para recuperar recuerdos que estaban sepultados, sobre todo de la etapa en Logroño y del breve tiempo que vivimos juntos en Zaragoza. Escribir memorias te ayuda a rescatar recuerdos que creías perdidos, pero algunos no los puedes recuperar. En cambio, con mi madre, el proceso fue distinto. Recordaba muchas de sus expresiones, sus costumbres, incluso sus rarezas. Esto me llevó a pensar en el libro de Natalia Ginzburg, Léxico familiar, porque hay ciertas expresiones y maneras de hablar que definen a una familia.
-El segundo aspecto que quería señalar son las casas que vas habitando en el libro, que parecen reflejar el desarrollo de un país. Mencionas el momento en que, por una explosión de gas, tuvisteis que mudaros, y cómo eso marcó un punto final a tu juventud.
-Las casas son un reflejo del país y de una vida. Es como cuando Josep Pla escribe sobre las pensiones y las casas en las que vivió. Realmente, a partir de los lugares que te resultan familiares, te estás contando a ti mismo. Estás describiendo tu vida, tu entorno. Yo no he vivido en tantas casas, pero hay gente que puede hacer un recorrido por su vida solo recordando las diferentes casas en las que han vivido.
-Cuentas en el libro lo fácil que fue empezar en la literatura. ¿Cómo llegaste a sentir que era una vocación irrenunciable o una intuición de que podrías avanzar por ese camino?
-Creo que todo escritor se da cuenta en algún momento de que tiene una inclinación natural para algo que otros no tienen o que no han desarrollado de la misma manera. Yo creo que me ocurrió en la universidad. Veía a mis amigos que todos querían ser poetas, y yo publiqué un par de poemillas en una revista universitaria, pero me di cuenta de que ahí no estaba diciendo nada propio. Era como un ejercicio de alguien que quería demostrar un talento que no tenía. Estaba juntando palabras por juntar.
Fue escribiendo cuentos cuando me di cuenta de que tenía una facilidad para contar historias que otros de mis amigos no tenían, aunque ellos fueran más brillantes y cultos. No sé si escribir es algo que se pueda aprender completamente. Bueno, a escribir se aprende, pero quizás hay una inclinación natural. Es como con los chistes: hay gente que los cuenta bien y gente que los estropea. Yo me di cuenta bastante joven, con 18 o 19 años, que tenía la virtud de escribir, de que mis cuentos interesaban. Y he pasado estos cuarenta y tantos años dedicándome a desarrollarla.
-Hablando de tus inicios, también es interesante cómo hablas de la relación con otros escritores y editores. En el libro, mencionas a algunos de ellos, y no sé si al escribir sobre tus relaciones con ellos buscas explicarlos mejor o también buscabas corregir alguna imagen pública que tienen.
-No sé cuál es la imagen que tiene el público de algunos de estos escritores, sobre todo los que no los han tratado personalmente. No sé si la imagen que yo transmito de personas como Javier Tomeo, Bernardo Atxaga, Vila-Matas, Cristina Fernández Cubas o Javier Marías coincide con la que sus lectores tienen de ellos. Pero en todo caso, lo que yo cuento es la relación que tuve con cada uno de ellos. Intento captar un poco de la esencia de estas personas, pero más que nada, lo que reflejo es lo importantes que fueron para mí.
Ellos fueron importantes para mí cuando yo era más joven y empezaba en el mundo literario. Era muy permeable entonces, y ellos me influenciaron mucho. Posteriormente, he conocido a muchos escritores (claro, llevo 40 años publicando), pero ninguno de los que he conocido después me ha influido tanto como los amigos que hice en esos primeros años.
-Es especialmente emocionante cuando hablas de Félix Romeo, quizás porque su fallecimiento fue más reciente y prematuro. Al leer tus palabras sobre él, da la impresión de que hubo una catarsis, como si de alguna manera te estuvieras despidiendo de él a través de la escritura.
-El dolor es muy distinto cuando alguien muere joven, habiendo dejado su vida a medio hacer. Félix murió con 43 años, y ya había escrito buenos libros, como Hijos animados, Amarillo o La noche de los enamorados. Tenía mucho por delante, y su muerte dejó un gran vacío, no solo por su talento literario, sino porque era una persona con una energía tremenda, una fuerza de la naturaleza. Es el tipo de persona que, aunque hayan pasado muchos años, sigues echando de menos. Félix murió en 2011, hace ya 13 años, y aún pienso en él a menudo. Era alguien que, incluso en la distancia, sigue teniendo una presencia.
-El tema de la memoria está muy presente en toda tu obra, ¿qué has aprendido de tu propia memoria al escribir estos recuerdos en primera persona y en los de tu familia?
-Mis reflexiones sobre la transición política o el desarrollo de la democracia española no son particularmente originales, son más bien reflexiones propias de alguien de mi generación. Pero en cuanto a la memoria familiar, sí ha habido descubrimientos. Por ejemplo, la visión que tengo de mi madre ha cambiado con el tiempo. Ahora la veo como una chica joven que, con 36 años, se quedó viuda y tuvo que sacar adelante a cinco hijos. En su momento, no valoré lo suficiente lo que significó ese cambio en su vida, pero ahora, con la perspectiva que me da el presente, la veo con mucha admiración.
Cuando escribes un libro de memorias, te das cuenta de que la persona que ha muerto no es solo la persona anciana que conociste en sus últimos años, sino todas las personas que fue a lo largo de su vida. Cuando muere una persona, mueren todas las versiones de esa persona. En el caso de mi madre, no solo murió la anciana que llevaba unos meses mal, sino también la madre que recuerdo de mi infancia, la madre que se quedó viuda, la madre con la que tuve algunas diferencias, y luego la madre con la que me reconcilié y que estaba muy orgullosa de su primer nieto.
-Ahora que la nostalgia está tan cuestionada, ¿te has protegido de alguna manera de caer en ella al escribir tus memorias?
-La nostalgia es inevitable cuando recuerdas ciertas cosas, sobre todo cuando sabes que la juventud no vuelve. Los años 80, para mí, fueron una época maravillosa, pero sé que objetivamente no lo fueron. He intentado precaverme contra la nostalgia porque es peligrosa, pero al mismo tiempo, creo que también hay que celebrar la vida. No todos los libros de memorias tienen que hablar de traumas o ajustar cuentas con el pasado. Quienes hemos vivido la felicidad también tenemos que contarla.
Como decía Carlos Marzal, uno de mis poetas preferidos, la vida es poca cosa, pero es todo lo que tenemos. Y quienes hemos tenido la suerte de vivir en una España próspera y libre, sin guerras, tenemos motivos para celebrarlo.