MURCIA. Recuerdo cuando descubrí Yo soy el amor. ¿Quién era ese director que no le tenía miedo a nada? ¿Cómo era capaz de bascular entre lo ridículo y lo sublime con tanta facilidad? Desde sus primeros compases Luca Guadagnino siempre fue un esteta, pero tenía la necesidad de transmitir a través de sus imágenes los impulsos más primarios de una manera tan estilizada como conectada con las sensaciones. Ahí estaba la esencia de todo. Captar el momento, la emoción, utilizando de una manera inusitada las herramientas del lenguaje cinematográfico. Había algo de extravagante en su cine, también una pulsión provocativa. Pero, lo importante, es que, a partir de ese momento, siempre fue explorando nuevos caminos expresivos, nunca se repitió y convirtió cada una de sus obras en un campo de experimentación tanto formal, narrativa como sensitiva.
Guadagnino siempre ha tenido una mirada profundamente libre a la hora de aproximarse a sus historias y, aunque todas son muy diferentes entre sí, hay algo que las emparenta, que sus protagonistas sean seres que, de alguna manera, se encuentran en los márgenes, que se rebelan contra la perpetuación de los roles sociales que les han sido asignados y por esa razón se instaura en ellos un sentimiento de otredad.
La protagonista de Hasta los huesos es Maren (Taylor Russell, qué descubrimiento), una adolescente que tiene que lidiar con sus instintos para encajar en la comunidad en la que vive. Pero no puede. Tiene apetencia por la carne, humana, y por esa razón está condenada. Se intuye que a lo largo de los años ha tenido una vida nómada junto a su padre, que la ha intentado proteger de su canibalismo congénito, pero, después de un último y decisivo episodio, la abandona a su suerte. Y ella emprende un camino de búsqueda, el de su madre, para intentar responder a muchas de sus preguntas. ¿Por qué es así? Maren se embarcará en un viaje de descubrimiento de su propia identidad y, por el camino, irá encontrándose con diferentes personajes, la mayoría tan solos como ella que también intentan hallar su lugar en el mundo. Son depredadores, pero también son presas dentro del sistema que, al fin y al cabo, ¿no es también caníbal?
Hasta los huesos adapta la novela de Camille DeAngelis del mismo título (Bones and All), aunque en la versión del guion del colaborador habitual de Guadagnino, David Kajganich, encontramos algunas diferencias interesantes, como que la acción se sitúe en los años ochenta, cuando no existían las nuevas tecnologías que nos conectaran con el mundo y, además, se extendía como una plaga la epidemia de VIH, condenando a los enfermos a la invisibilidad, como también les ocurre a los personajes de la película. A estos otros enfermos, Guadagnino los retrata como outsiders, seres que vagan por las cloacas de una América inhóspita y repleta de monstruos. Entre ellos se encuentra Sully (enorme composición de Mark Rylance), un inquietante caníbal que, en realidad, busca ser aceptado por Maren y, sobre todo Lee (Timothée Chalamet), otro joven vagabundo que se convertirá en la pareja de la protagonista. Juntos recorrerán el Medio Oeste Americano intentando establecerse para consolidar un amor que nace del reconocimiento en la mirada el uno del otro.
Guadagnino siempre ha sido un excelente compositor de atmósferas, y en esta ocasión nos adentra en un mundo en el que convive la cochambre y la belleza de los paisajes, al mismo tiempo que late el horror y el romanticismo. Una combinación atípica que nos lleva desde momentos de una extraordinaria intimidad y poesía entre los protagonistas a estallidos de macabro gore.
Hasta los huesos es al mismo tiempo una teen movie, una road movie, una fábula adolescente, una parábola sobre la América de los años ochenta, una metáfora en torno a la diferencia, una mezcla entre realismo y fantasía y una experiencia inolvidable en la que se mezcla la monstruosidad y la inocencia.