En Madre de corazón atómico (Seix Barral), utiliza la memoria de la relación con su padre para preguntarse por la identidad
MURCIA. Conocemos al Agustín Fernández Mallo de los artificios literarios y la escritura compleja; también su dimensión más ensayística, atraído por la teoría científica y sus derivas. En su último libro, Madre de corazón atómico (Seix Barral), hay poco de todo lo anterior y mucho de una nueva dimensión, la personal. A raíz de la demencia y la muerte de su padre, Fernández Mallo se pregunta por su relación y su identidad a través de de ella. Lo hace tomando como vehículo un viaje que hizo su padre en la década de los 60 a Estados Unidos por trabajo: un viaje pionero para traer 30 vacas en un trayecto transatlántico hasta Galicia.
La memoria familiar aúpa buscar la respuesta a las grandes preguntas de la existencia individual del mismo Fernández Mallo. Y por ende, algunas de las grandes preguntas también de nuestro mundo. El escritor atendió las preguntas de Plaza.
- Leyendo Madre de corazón atómico pensaba en otro libro tuyo, un ensayo, Teoría general de la basura, porque en él también se habla de fósiles, de los desechos. ¿Qué particularidades tienen estos fósiles que, más que ver con lo cultural o lo histórico, surgen de los íntimo o lo familiar?
- En los dos casos son cosas que en un principio hemos desechado; que crees que están ahí y que no tendrás que retomar como objetos vivos. Pero sí están vivos en tanto pertenecieron a alguien que genera un recuerdo.
Los recuerdos también son fósiles que pueden vivificarse cuando te pones a escribir sobre ellos. De ahí la dificulta de escribir un libro así, a través de fósiles, porque cobran vida. No es lo mismo escribir un ensayo sobre objetivos inservibles que cuando la memoria se convierte en un objeto que resucita en ti.
- A lo largo del libro hay una idea de ir persiguiendo la materialidad de la memoria. ¿Por qué?
- Viene por la necesidad de materializar algo que en realidad es una construcción mental de la memoria. Los recuerdos no son más que eso, pero parece que falta la carne (más aún cuando hablas de alguien que ha fallecido). Por eso al final cuento que intento escribir todo lo que he contado a mano, como acto simbólico que, en realidad, no tiene ningún sentido real. Como un acto para hacer del recuerdo algo material.
- Precisamente te quería preguntar por la diferencia entre la materialidad y la corporalidad. Tú trabajas desde los objetos, pero continuamente te preguntas por lo corporal. ¿Distingues los dos planos o se acaban igualando?
- Se acaban igualando bastante porque, precisamente, la materialidad de los objetos que pertenecieron a un cuerpo son también el cuerpo. Y al final es lo único que te queda. Cuando entierras a alguien, o lo reduces a cenizas, el cuerpo ha desaparecido, pero esos objetos que quedan, tú los conviertes al instante en cuerpo. Pasa desde las típicas fotos a las que le damos la dimensión de carne, hasta lo más cotidiano, como la factura de una merienda en una churrería.
- Cuando esto sucede hay una fina línea entre la memoria y la nostalgia. Tú eres muy crítico con la segunda. ¿Cómo evitarla?
- Esa línea fina de la que tú hablas, lo será para algunas personas. Para mí hay una diferencia abismal entre ambas cosas. Sí que comparten que memoria y nostalgia son hechos, acontecimientos y sensaciones creadas desde el presente. Ninguna de las dos hablan desde el pasado porque son construcciones del presente. Por lo tanto, hablan de cómo piensas tú hoy, de tus aspiraciones, tus miedos, no de cómo ocurrieron las cosas. Esto es algo a lo que yo me he dedicado a recalcar en mis ensayos: la memoria no es un archivo, ni un cajón en el que veas una ficha y puedas consultar cómo sucedieron las cosas.
Ahora bien, lo que diferencia la nostalgia de la memoria es que la primera es un canto al pasado al que vas a llorar; y la memoria, tal y como yo la manejo, es justo lo contrario: yo cojo el pasado y lo traigo al presente para ver cómo ese pasado construye mi identidad hoy. Pero nunca es una versión romantizada del pasado.
- Lo que pasa es que, cuando hay un shock importante como el fallecimiento de alguien importante, puede ser casi inevitable caer en esa nostalgia.
- Nada más morir mi padre me doy cuenta que el proceso que se pone en marcha es uno muy misterioso que nunca había experimentado. Claro, porque lógicamente un padre se te muere una vez. En cuanto falleció, se reconstruyó en mi cabeza, pero no de una manera nostálgica, sino con una materialidad y objetividad. Y de esa manera resucita, pero no para que le llore, sino para seguir conmigo. Este es un libro muy sentimental, pero nada sentimentaloide.
- Al final del libro desvelas el proceso desde el cual nace esta escritura, pero quería que lo aterrizáramos un poco. ¿Por qué abordar un libro como este, tan personal?
- Hay un momento clave, que es cuando mi padre deja de reconocerme por la demencia senil. A partir de ahí se abre entre mis pies un abismo: me doy cuenta que podía estar preparado para una distancia física pero no mental. Es como si de repente me hubieran cambiado todo el decorado, como si lo que yo había visto hasta ahora no hubiera sido real: era su cara, eran sus gestos, pero él ya no estaba ahí. Entonces surge la pregunta: ¿Quién hay allí? Esa es la gran cuestión que a mí me remite a la identidad: ¿Qué es la identidad? ¿Qué es la máscara? Son preguntas que ya están presentes en La mirada imposible o en La forma de la multitud, abordadas como ensayo. Entonces me doy cuenta de que la identidad, tal y como la entiendo yo, es una alucinación del ego. El ego cree que somos una identidad cerrada y que decidimos. Desde ahí empieza a rumiarse el libro en mi cabeza.
El libro lo fui haciendo durante doce años a base de ensayo y error porque me costó mucho encontrar el tono. Primero, porque son todo hechos verídicos (pasados por mi memoria, claro); segundo, porque yo le quería dar una factura literaria, que no es fácil de dar cuando hablo de mi padre. Yo no quería hacer un documental sobre mi padre, por mucho material que tuviera. Eso no tiene interés para el mundo.
Así que empecé haciendo una libro muy artefactado, más metaliterario. Pero no podía ser así porque rápidamente entendí que no podía ponerme por encima de lo que quería contar. Mi estilo tenía que estar, claro, pero tenía que ceñirme a lo que necesitaba explicar. El libro podría tener muchas más piruetas que no he querido meter. Y tardé muchos años en encontrar el tono final.
- La contraportada dice que el libro “recorre un siglo de historia de España”, pero yo tengo la sensación de que no tienes ningún interés en hacer aquí un ejercicio de memoria histórica o relato político.
- Efectivamente, ese recorrido puede estar porque es inevitable que esté, pero para nada era el cometido. Yo quería contar quién era mi padre, qué había hecho, cuál era mi relación con él y ahondar en algo que sigo pensando: ¿Qué es nacer? ¿Qué es morir? ¿Qué es la identidad? Quiero buscar la respuesta a estas grandes cuestiones a través de él y lo que me legó.
- Cuando reconstruyes el viaje de tu padre por Estados Unidos, lo haces a través de fotografías. En ellas vemos un Estados Unidos casi de ensueño, como si estuviéramos viendo una ficción.
- ¡Visto desde el hoy claro que se ve así! Son fotografía de un Estados Unidos del año 67, cuya cultura se encargo de exportarse a todo el mundo mitificada. Pero es que era así, en parte: mi padre no buscaba mitificar nada porque fue a hacer un detalle técnico, no una película. Él fue por trabajo, por eso hay muchas fotos en ese cuaderno de bitácoras que son mataderos o exploraciones.
- Y cuando te llega a ti, consciente de esa transformación cultural, ¿consigues apartar el mito?
- Yo el archivo no lo veo tanto como una película sino como una pieza artística. En la época en la que descubrí el cuaderno estaba leyendo mucho a Nicolás Bourriaud, que hablaba de los procesos de documentación. Él, con otros artistas, iban por todo el mundo documentando. Y yo sentí que ese trabajo técnico de mi padre yo lo podía redefinir como algo artístico. Y ahí entra la apropiación, en la que alejo esas fotografías de la veterinaria y las acerco a la pieza artística.
- Es un libro en el que el gesto está muy presente: pegas una pegatina, te acercas a una fuente, coges una cámara y grabas una escena cotidiana. ¿Esos proyectos que se generan a partir de la acumulación de gestos es algo presente en tu vida?
- Absolutamente. Yo siempre digo que no puedo escribir ni hacer nada que no haya pasado por mi ámbito doméstico (por mi cocina, mi alfombra, mi cama), en esos pequeños gestos. Mi padre nunca me contó un cuento para niños, pero sí me hablaba de la realidad como si hubiera una cara B siempre. A mí eso me ha influido muchísimo porque posibilitaban que el pequeño gesto adquiera una dimensión poética. Esa es la función del artista y el poeta: llenar de contenido lo cotidiano, ver de un modo que nadie haya hecho antes.
- Esta es una pregunta aburridísima, pero la respuesta valdrá la pena. En un momento hablas de la inteligencia artificial como una construcción religiosa. Lo pienso en positivo y en negativo, porque se está analizando desde una santificación o una demonización absoluta. ¿Sobreestimamos cuál será su impacto sobre la humanidad?
- Ya el propio nombre forma parte de la construcción de un relato, porque ni es inteligencia ni es puramente artificial. Nos reiremos del nombre, igual como ahora nos reímos de lo cómo antiguamente hablábamos de cerebros electrónicos.
La primera inteligencia artificial es la religión porque es una construcción a la vual vetemos todo para que nos solucione aquello que no podemos hacer. Y desde ahí, se está haciendo una ficción entorno a algo que sí existe. En un artículo reciente en Jot Down abordo el tema y digo que aquello que no tiene conciencia de muerte —en mi opinión— no puede tener inteligencia. La inteligencia se adquiere a través de las huellas que deja el saber que uno va a morir.
- Esto que dices tiene mucho de 2001: Una odisea del espacio.
- Sí, aunque yo pensaba más en desde la entropía o incluso la física termodinámica. En todo caso, el relato de la inteligencia artificial me parece infantil y moralizante, casi bíblico: ¿va a ser el apocalipsis o será el dios que nos salve de todo? Pues ni una cosa ni la otra.
Sí que me preocupa el hecho de que, si estas inteligencias adquieren autonomía, se puedan convertir en objetos de derecho. Y entonces, si les desconectas, ¿estarías cometiendo un asesinado? Puede sonar absurdo, pero hace 100 años le decía a alguien que un animal podía tener derechos y que por matar a un animal podrías ir a la cárcel y también se reirían. Los temas jurídicos de los que se debaten ahora serán sencillos de resolver porque habrá una regulación, tarde o temprano. Pero las inteligencias artificiales autónomas no tanto.