MURCIA. Desde hace unos años se sabe que algunas empresas están trabajando en dispositivos y sistemas para fusionar la máquina con el cuerpo humano, es decir, en el desarrollo de lo que se conoce como cyborg (acrónimo inglés de unir las palabras cyber –cibernético- y organism –organismo-).
Por ejemplo, la empresa Neurolink, propiedad del inefable Elon Musk, innova en implantes cerebrales para resolver problemas del cerebro y la columna vertebral comunes a millones de personas con el paso del tiempo. Y recientemente ha obtenido el permiso de la FDA -Food and Drug Administration- de los EEUU. En principio, dispositivos para el mercado objetivo de la discapacidad.
O una de sus principales rivales, Paradromics, pendiente de obtener la luz verde que le permita probar su interfaz computadora-cerebro en pacientes con parálisis cerebral con el objetivo de recuperar algunas habilidades para comunicarse estos enfermos.
En ambos casos, innovaciones en beneficio de las personas discapacitadas o enfermas. Nada que objetar, evidentemente, ¿verdad? Sin embargo, no hay que hacer un gran esfuerzo de imaginación para ver expandirse estas tecnologías cyborg al conjunto de la población, un mercado de potenciales clientes mucho mayor y, en consecuencia, donde obtener pingües beneficios.
"quién asegura que el control será del individuo y no de la máquina, y, lo que es peor, dirigida de manera remota mediante wifi por terceros con aviesas intenciones"
Y es que el camino por el que se introducen las nuevas tecnologías de manera apresurada y sin las evaluaciones de riesgo-beneficio suficientes es siempre el mismo. Sobre todo si se trata de desarrollos que pueden resultar controvertidos y levantar cierta alarma social. Así fue, por ejemplo, cómo se introdujeron los alimentos transgénicos, de los que se publicitó que solucionarían el problema del hambre y la malnutrición en el mundo (¿recordáis los arroces supernutritivos que nos prometieron?). O las mal llamadas vacunas covid, desarrolladas de manera apresurada y utilizadas a escala planetaria sin las imprescindibles evaluaciones de riesgo, a partir de una tecnología que fue concebida como terapia génica para luchar contra el cáncer a nivel de individuo.
Porque, volviendo a los cyborg, una vez establecido "el ancho de banda" para la comunicación hombre máquina, quién asegura que el control será del individuo y no de la máquina, y, lo que es peor, dirigida de manera remota mediante wifi por terceros con aviesas intenciones. No olvidemos que el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones.
Hasta hace poco estos temas formaban parte de la ciencia ficción. Baste recordar la mítica película Blade Runner. Pero hoy vemos cómo se hacen realidad ante nuestros ojos, gracias a desarrollos como el grafeno, un material de carbono bidimensional, que se ha convertido en el candidato ideal para la tecnología de sensores portátiles, fácilmente implantables en las personas mediante, por ejemplo, tatuajes, allanando de este modo el camino para una nueva era de interacción hombre-máquina (HMI) sin fisuras.
Resulta evidente que caminamos hacia sociedades hiperconectadas, en las que todos y todo estará conectado. Al internet de las cosas -potenciado en los últimos años por la programación en la nube, el geofencing, los sensores Beacon , el Bluetooth inteligente, la tecnología móvil o la recarga de baterías sin cables mediante ultrasonidos- se ha sumado el internet de las personas, entendido este como producción, interpretación, recogida o ejecución de los datos generados por las personas para permitir una experiencia web híper-personalizada e integrada, según recoge la revista digital Wired.
Pero, una vez instalada la puerta de acceso a nuestros cuerpos para convertirnos en hombres-máquina, ¿no será utilizada como Caballo de Troya en nuestra contra?, en perjuicio de lo humano, de nuestra libertad y autonomía.
"debería prevalecer el principio de precaución, es decir, que se tomen las medidas necesarias para prevenir los daños"
Aunque no sé si tiene sentido plantearse estas cuestiones cuando, como certeramente apuntó Elon Musk en una entrevista reciente: "Ya somos cyborg, si pensamos en el hecho de que nuestros teléfonos y computadoras son la extensión de nosotros mismos". Es decir, que todos somos partícipes de esta deriva en la que me temo que de manera inconsciente nos estamos metiendo (¿o nos están metiendo?).
Un camino que tal vez iniciamos como especie en los albores de la humanidad, con innovaciones como la rueda o el metal, pero que indudablemente se ha visto acelerado en los tiempos modernos con la asunción, con la interiorización, de la idea del progreso como bien incuestionable, es decir, la convicción de que si algo es posible, es bueno.
Una forma de pensar que, ciertamente, se ve reforzada por el sentimiento de urgencia, de prisa, de inmediatez, que se ha instalado en nuestra forma de ver y sentir el mundo. Y, claro, desde esta posición resulta muy complicado abordar las deseables y necesarias evaluaciones de riesgo-beneficio que, por su propia naturaleza, requieren de controles a corto, medio y largo plazo, de demasiado tiempo para la velocidad del mundo. Y de paso, las empresas que desarrollan estos avances evaden el control de los poderes públicos, siempre con ritmos más lentos.
Y también por la pérdida del sentimiento de solidaridad intergeneracional. ¿Para qué preocuparme del mañana si mi marco referencial y mis anhelos acaban donde termina mi yo? Más bien, de lo que se trata es de disfrutar yo a tope (ya saben: dale a tu cuerpo alegría, Macarena, que tu cuerpo es pa darle alegría y cosa buena) o, como dicen en mi pueblo, "el que venga detrás que arree".
Pienso que ante estos nuevos 'avances' tecnológicos debería prevalecer el principio de precaución, es decir, que se tomen las medidas necesarias para prevenir los daños, porque tal vez luego ya sea demasiado tarde e irreparables. Lo que está en juego es nuestra humanidad, o mejor dicho, la pérdida de lo humano.