Cualquiera que haya leído algo sobre cómo suele conducirse Rusia en una guerra conoce los pasos básicos. Primero, descontrol y desastre: o bien el invasor pilla a los rusos de improviso y éstos se retiran en desorden, con enormes pérdidas humanas y de material; o bien, si es Rusia la invasora, inicia el conflicto con una ofensiva mal planificada, con tropas mal pertrechadas y líneas de suministros endebles. La ofensiva, sistemáticamente desastrosa, provoca enormes pérdidas humanas y de material.
Tras la primera oleada, el balance de la acción militar de Rusia es sistemáticamente negativo. Y entonces comienza el modo ruso de hacer las cosas, que por lo común conlleva enviar más y más y más tropas, más y más y más material, como un maná inagotable que acaba apabullando al enemigo. Porque los rusos, aunque comiencen mal, tienden a aprender de sus errores. Sobre todo, si la guerra es por tierra (por mar se les da mucho peor, como pudo verse en el conflicto ruso-japonés de 1905: los japoneses hundieron la flota rusa del Pacífico, el zar envió a la flota principal para vengarse, ésta dio la vuelta al mundo hasta llegar a las costas de Corea y... los japoneses la hundieron también). Si la guerra es por tierra, la cosa puede prolongarse años, en un conflicto que alcanza cotas indecibles de destrucción y sufrimiento, pero en el que ahí siguen los rusos, con tenacidad y espíritu de sacrificio.
Apenas llevamos tres meses y medio de conflicto en Ucrania, y ya hemos vivido varias fases. Primero, la desastrosa ofensiva rusa inicial, que nadie esperaba, que permitió a Ucrania sobrevivir contra todo pronóstico y hacer frente al invasor, y que convirtió a Zelensky en un líder mundial con el que todo el mundo quiere hacerse fotos. Después, la retirada rusa y la reorientación de la guerra en el este de Ucrania (donde inicialmente se esperaba que se ceñiría la ofensiva rusa), con objetivos más limitados y asumibles, mientras Ucrania se fortalecía y recibía importantes envíos de material militar. A continuación, un relativo estancamiento, trufado -en Occidente- de optimistas valoraciones sobre cómo la situación en breve se tornaría peligrosa para Rusia, una vez se le acabasen las tropas y el material, mientras Ucrania desataría ofensivas exitosas con su flamante material militar. Y ahora... Ahora estamos en una fase de sucesivos avances rusos, lentos pero constantes, y cierto desaliento en Ucrania y Occidente. Ni Rusia se ha hundido, ni su economía ha entrado en la recesión fulminante que se aventuraba, ni sobre todo se está viendo que el curso de la guerra se vuelva más favorable hacia Ucrania conforme llega el material de Occidente. Más bien lo que está pasando, por ahora, es que los rusos están avanzando en el eje de su ofensiva en el Este. Y aunque los avances parezcan lentos, es verdad que no se detienen, y que sólo han pasado tres meses y medio.
Nadie puede saber cómo va a evolucionar una guerra, y menos una guerra como la actual, en la que los niveles de gasto, movilización de tropas y material militar, el marco geográfico, el dolor y la muerte, son difíciles de mensurar. Pero en un conflicto de estas características siempre es importante la determinación. Y ahí, conforme pase el tiempo, es posible que Rusia (si aguanta el impacto de las sanciones, progresivamente más doloroso) tenga más que ganar que Ucrania. No porque la moral y el afán de victoria ucranianos flaqueen, sino más bien porque lo hagan sus aliados occidentales, imprescindibles para sostener a Ucrania en este conflicto, y a todos los niveles. Porque las sanciones y la guerra no sólo golpean a Rusia y Ucrania, sino a todo el mundo; en particular a los países occidentales involucrados indirectamente en este conflicto, y sobre todo a los de la Unión Europea, en cuyas fronteras se está desarrollando la guerra, y que han impuesto una serie de sanciones a Rusia cuyo impacto -como en todas las sanciones- es bidireccional, y en absoluto menor.
Esa es, naturalmente, la principal apuesta de Vladimir Putin. Si él pensara que el bloqueo occidental fuera a resistir el paso del tiempo, que los gobiernos y la opinión pública de los países de la Unión Europea se mantendrán firmes en su oposición frontal a la invasión rusa y en la defensa de las sanciones, probablemente estaría buscando caminos para finalizar el conflicto. Pero como no es el caso, Putin, como si estuviera en una partida de póker (o de blackjack, más bien), no piensa plantarse, pues piensa que los aliados de Ucrania lo harán mucho antes de que para Rusia sea intolerable el daño vinculado con la guerra. Porque para Rusia y sus intereses el tiempo suele correr a favor. Ya saben: frío, tierra quemada, una estepa inmensa, sufrimiento indecible, y a esperar a que el enemigo se canse, que ellos siempre pueden mandar más tropas traídas desde quién sabe qué remotas aldeas de Siberia.
Aunque esto ya no es cierto del todo, pues la pujanza demográfica de Rusia, sobre todo para afrontar conflictos a gran escala con pérdidas enormes, se ha relativizado con el paso de los años y las pérdidas territoriales (Rusia tiene ahora 144 millones de habitantes, muchos menos que los casi 200 millones que tenía la URSS en 1941). Tampoco sabemos a ciencia cierta qué ocurre en Rusia, si es que ocurre algo. Si hay más oposición a la guerra de lo que parece desde fuera, si la situación está controlada por el Estado o la economía comienza a deteriorarse gravemente. No lo sabemos, pero sí que sabemos que, aunque las cosas se les pongan muy mal, su tolerancia a la adversidad siempre será mayor que la de los países europeos que apoyan el esfuerzo bélico de Ucrania, y que han llegado a un callejón sin salida, al menos en el medio plazo, conforme la guerra entra en un estadio de estancamiento y pequeños avances del invasor. Sin prisa, pero sin pausa. Como siempre.