F. fracaso
MURCIA.- Sus películas eran «crónicas de un fracaso». Así definía Luis García Berlanga su cine. Y lo hacía así porque los suyos eran guiones donde los personajes desean conseguir algo y nunca lo logran, al entrometerse la sociedad en sus propósitos; El verdugo es un claro ejemplo de ello. Berlanga afirmaba que un director fracasaba solo con gritar «¡Acción!», porque «al poner cara a los personajes o un lugar concreto a la acción, siempre sale algo distinto al proyecto». Esto es una constante en el cine: el resultado siempre es distinto a la idea desarrollada en el guion porque van a acabar determinando la puesta en escena, el rodaje y la edición multitud de factores tanto técnicos como de producción.
Esto se acentuaba en sus rodajes, conocidos por ser caóticos. Jamás se le dio bien la dirección de actrices y actores, lo reconoció también repetidas veces; prefería trabajar con quienes eran capaces también de improvisar el texto, porque él no sabía dar órdenes concretas, sino que dejaba la dirección para in situ. Y asumiendo que eran secuencias corales y en plano secuencia, aquello más que un rodaje podría parecer una tómbola. De ahí que tampoco extrañe el apodo que se le quedó: Míster cagada, conocido así al gruñir «esto es una cagada» después de cada toma.
Y asumiendo que eran secuencias corales y en plano secuencia, aquello más que un rodaje podría parecer una tómbola
Era un tipo pesimista que supo encubrir su desencanto bajo la luz de la sátira y que dejó como legado alguno de los títulos memorables de la historia de nuestro cine. Si entendemos el cine como terapia con la que tratar obsesiones, no extraña que volcase en sus personajes estos sentimientos. El mismo realizador se reconocía en sus notas autobiográficas así: «Soy un hombre totalmente insatisfecho. La vida que he llevado la he ido tomando como algo preparatorio de un objetivo que creía que iba a conseguir, y que no he conseguido. Siempre había un momento en el que pensaba que iba a lograr lo que deseaba, pero no ha sido así».
Como ven, es el mismo motor que mueve a sus personajes. Y apuntaba: «Creo, sencillamente (…), que me he proyectado mal, a mí mismo y a mi futuro. Es verdad que me considero un fracasado, pero no exteriormente: creo que he recorrido bien un camino, aunque con un gran porcentaje de suerte. Pero en lo que me considero un fracasado es en lo que realmente me parece importante, lograr lo que en verdad me habría gustado: vivir en una especie de levitación continua». Berlanga se consideraba un fracasado por renunciar al hedonismo en pro de la responsabilidad. Aspiraba a ser un hombre inmerso en un momento de placer, en la idea de felicidad casi permanente. Y eso le hizo sentirse fracasado y frustrado.
Tampoco se mostraba optimista con el cine español: «Mi postura ante el cine español es aún más pesimista que ante el mundo en el que vivo». Defendía fomentar una política liberal y una industria para que no desapareciese, por eso se centró en hacer cine industrial más que cine de autor. Pero Berlanga no sería el único que retrató el fracaso colectivo, pues fue tendencia entre sus coetáneos. Benito Zambrano, José Luis Cuerda, Santiago Segura, Fernando León de Aranoa, Pedro Almodóvar, Luis Buñuel… la lista de cineastas españoles con predilección por los perdedores es larga.
Es curioso ver cómo las generaciones más jóvenes pueden conectar con ese cine, porque no es otra cosa que el ADN de nuestra cultura. Fracaso, picaresca, esperpento, socarronería... Es un ideal que la cultura moderna se encargó de hacer nuestra bandera. Así, no es de extrañar que las generaciones más jóvenes conecten con ese relato, con ese fracaso comunitario, porque lo han tenido en sus programas académicos y porque forma parte de nuestro imaginario cultural. Los jóvenes empatizan con las películas de Berlanga porque son historias que van directas al corazón y poco a la cabeza y es más tarde cuando se intelectualizan. Las generaciones jóvenes no conocen los sainetes de Carlos Arniches —que, por cierto, era alicantino— pero no hace falta para sentir que apelan culturalmente.
En cambio, parece que el cine actual no ha sabido continuar esa parte del cine español. El cine contemporáneo se centra en retratar el fracaso de otro modo u otro tipo de fracaso. Fracasar para las generaciones jóvenes ahora es casi un estigma, un miedo (auto) impuesto… La búsqueda del éxito profesional, la inmediatez, la globalización, el mercado laboral volátil, la presión paterna, el autoempleo, la imposibilidad de ahorrar, el acelerado desarrollo de cualquier tipo de tecnología y la continua reinvención del sistema capitalista hacen que el fracaso profesional y personal esté siempre al acecho. Y el cine se está haciendo eco de ello. Hace años que se enfoca en abordar el fracaso de la generación millennial y desde un punto de vista más personal, particular y concreto, en lugar del fracaso colectivo como sociedad. El fracaso vital en La hija de un ladrón, de Belén Funes, el fracaso como madre en Ama, de Julia de Paz, el fracaso moral escondido tras las redes sociales y un largo etcétera.
Fracasos reales que no están en nuestro imaginario cultural más amplio pero sí en el generacional. Testimonios con los que difícilmente las generaciones mayores conecten con el nuevo cine, ese que habla del fracaso personal. Quizás el cine actual deba repensar cómo apelar a esas otras generaciones más maduras, porque mientras no lo haga, estará fracasando en su alcance como no había ocurrido antes.
Es la crónica del fracaso colectivo por excelencia. La de un pequeño pueblo que para atraer al turismo se inventa la aparición —cada jueves— de San Dimas, el ‘buen ladrón’ de la Biblia. Solo que pronto el plan empieza a hacer aguas. Inspirada en las supuestas apariciones marianas ocurridas por entonces en Castellón y en el auge de las peregrinaciones a Lourdes, Berlanga enseguida vio que el negocio que encierran estos actos merecía ser satirizado. El resultado es una crítica a la existencia y convivencia de milagros en nuestro día a día y, con tal, a la existencia de gente que permanentemente inventa esos milagros para seducir a la sociedad.
Con el fracaso del milagro, Berlanga quiso insinuar que si hubiese sido un milagro de verdad, no hubiese fracasado. Pero la Iglesia solo vio la picaresca a merced de su fe, por lo que el padre Garau corregiría el guion por completo, escribiendo más de ochenta páginas y solo dejando intacta la primera parte de la película. Tales fueron los cambios que Berlanga intentó que el sacerdote apareciese como guionista en los créditos, pero fracasó en el intento.
Sin duda, fue el argumento más mutilado de su filmografía y aun descontento por el final de la película, el propio cineasta asegura que la primera media parte es junto con Patrimonio Nacional y Plácido, sus tres mejores películas en cuanto a dirección. Así que no fue del todo un fracaso.