MURCIA. La mayoría de los paseantes, cuando oyen hablar de la evolución de las especies o de la selección natural, pensarán automáticamente en Darwin. Y no se equivocarán porque, nacido en 1809, Charles Robert Darwin se convenció de que las especies no eran inmutables hacia 1837. Al año siguiente, 1838, leyó por diversión el Ensayo sobre la Población, del clérigo Thomas Malthus y de inmediato se le ocurrió la idea de la selección natural. Ahora no solo sabía que las especies evolucionaban, sino también que el motor de esa evolución era la selección natural de variaciones hereditarias, unas favorables y otras perjudiciales. Sin embargo, no publicó sus revolucionarias ideas hasta dos décadas después, cuando salió su famoso libro El Origen de las Especies. Y solo lo publicó porque el año anterior, 1858, había recibido un manuscrito, remitido desde una remota isla de las Molucas, que contenía una teoría básicamente similar a la suya. De hecho, ese manuscrito y su teoría se publicaron juntas en una misma ponencia el primer día de julio de 1858.
El autor de ese manuscrito era Alfred Russel Wallace, nacido en 1823 en un caserón rural de un lejano condado galés, adonde su familia había emigrado desde Londres en búsqueda de precios más baratos. Las diferencias entre Darwin y Wallace no solo afectaban a su estatus social, a su educación y a sus relaciones sociales, sino también a su evolución espiritual. En efecto, mientras que Darwin había nacido en una familia opulenta, se había graduado en Cambridge y conocía a todos personajes influyentes de la Inglaterra victoriana, Wallace había nacido en una familia empobrecida, no pisó ninguna universidad y su agenda social era casi inexistente. Solo se parecían en que ambos los rechazaron sus primeras novias, ambos mantuvieron sólidos matrimonios probablemente sin enamoramiento y ambos realizaron contribuciones muy importantes a la Biología, la máxima sus sendas teorías de la selección natural.
En cambio, sus dinámicas espirituales fueron antiparalelas, es decir trascurrieron por sendas paralelas, pero en sentidos opuestos. Por un lado, Darwin empezó su trayectoria de naturalista como un cristiano convencido. De hecho, se había graduado para ejercer de pastor anglicano, una vez que su padre se convenció que no lograría titularse en Medicina, como él mismo y su abuelo paterno. Durante su estancia en Cambridge leyó la Teología Natural y aceptó el argumento del clérigo Paley, según el cual la complejidad de los seres vivos demostraba que los había creado un Dios inteligente, análogamente a como la complejidad de un reloj nos permitía deducir que lo había fabricado un relojero.
Así, cuando Darwin se embarcó en el Beagle a fina 1832, como naturalista sin sueldo para explorar la costa sudamericana, creía que era verdad lo que decían las Sagradas Escrituras, en particular el Génesis y los cuatro evangelios canónicos. Sin embargo, cuando aceptó su propia teoría de la evolución por selección natural concluyó que no podía ser cierta la tesis, contenida en el Génesis, de que Dios había creado las distintas especies de plantas y animales. Autores posteriores lograron armonizar la doctrina cristiana con la teoría de la evolución, pero Darwin se había pasado definitivamente al agnosticismo. De hecho, llegó a declarar que ya no creía en la divinidad de Jesucristo y, aunque no lo dijo explícitamente, tampoco en la realidad de los espíritus humanos. Con esas convicciones, rechazó de plano el espiritismo. La única vez que aceptó la invitación de Wallace para asistir a una séance se largó resoplando al poco de iniciarse. Y se cree que financiaba discretamente a los detractores del espiritismo, como el zoólogo Ray Lankester, que asistió tanto al funeral de Darwin como al de Marx.
Por otro lado, Wallace recorrió el camino espiritual exactamente opuesto. Tras asistir a la escuela en Hertford, lo enviaron a Londres con catorce años para que aprendiese un oficio. Allí leyó las obras de ciertos librepensadores, que lo introdujeron al problema del mal y el sufrimiento. Si Dios era benevolente y todopoderoso, ¿cómo era que muchas personas inocentes sufrían? ¿Por qué padecían muchos niños crueles enfermedades letales? Como no encontró ninguna respuesta a ese enigma, Wallace se hizo ateo. No solo agnóstico, sino directamente ateo. Y así anduvo ejerciendo de agrimensor, explorando la cuenca del Amazonas y el archipiélago malayo, donde dio con la idea de la selección natural. En 1862 volvió a Inglaterra y, por consejo de su hermana, se puso a leer libros de espiritismo. Tras asistir a varias séances se convenció de que, efectivamente, estábamos dotados de espíritus inmortales, con los cuales podíamos comunicarnos una vez que falleciesen los cuerpos a los que habían estado vinculados. Había empezado como ateo y había acabado como espiritista, mientras que Darwin había empezado como creyente y había acabado como agnóstico y antiespiritista. En el próximo Pasico el Aparecido dará algunos detalles de las séances que convirtieron a Wallace en espiritista. Mientras tanto, baste con decir que, en lenguaje político actual, Darwin y Wallace eran sendos tránsfugas espirituales. Pero muy amigos. Y rechazados por sus primeras novias.