Cultura y Sociedad

EL CASO DEL DETECTIVE DESAPARECIDO

¿Quién mató a Mike Hammer?

VALENCIA. Aquel caso olía a podrido como una pescadería china. No me gusta husmear en la vida de la gente cuando ha decido desaparecer, menos si es un personaje de novela, pero esta vez era diferente. Mike Hammer había sido el detective más famoso del mundo y, ahora, ni rastro. Prácticamente de él solo había pistas en las librerías de viejo. En todo caso, acepté. Serían dólares fáciles de ganar.

Miré la carta que había en aquel misterioso sobre que había llegado a mi oficina. Su primera novela, Yo, el jurado (1947) apenas despachó 10.000 ejemplares en tapa dura pero luego apareció en formato pulp y las ventas se dispararon hasta los dos millones. Había nacido una estrella. En total se publicaron 13 historias largas de Hammer, más algunas concluidas por su amigo el escritor Max Allan Collins (Camino a la perdición, 2002 ).

El personaje creado por Mickey Spillane (1918-2006), inspirado en su amigo Jack Stang, llegó a protagonizar cómics, seriales radiofónicos, series de televisión e incluso películas (El Beso Mortal, de Robert Aldrich en 1995, es una obra maestra). Oro en paño. Luego desapareció como cuando se va un puño al abrir la mano.

Descolgué el teléfono -aún no me lo habían cortado- y llamé a RBA. Hace no tanto habían publicado en Serie Negra Yo, el jurado y Mi pistola es veloz (1950). Su respuesta valía menos que un dólar de madera: no tenían previsto publicar nada más de él en un futuro inmediato. ¿Por qué?, insistí. Nada. El silencio se podía cortar con una navaja de siete muelles.

LA INVESTIGACIÓN SE COMPLICA

Salí del despacho. Llevaba mi bloc de notas y mi .45. Algo me decía que tendría que usarlos, aunque no necesariamente por ese orden. Cogí un taxi. El azerbaiyano que lo conducía me dio una vuelta por toda la ciudad antes de aparcar en la sala de conferencias de la Fnac. Le pagué la carrera y le di un gancho de derecha a modo de propina por el paseo. Había visto el programa de la III VLC Negra y sabía que ese día se reunirían allí algunos de los invitados del encuentro. Un buen lugar para hacer preguntas.

Bajé de coche y me subí el cuello de la gabardina para protegerme de la lluvia que caía dentro de aquel tugurio. En la mesa del fondo estaban los capos de La Organización, Bernardo Carrión, Santiago Álvarez y Jordi Llobregat. Les saludé desde la distancia. Sus abogados llevaban artillería de sobra para defender Pearl Harbor, así que dejé el ajuste de cuentas para otro momento.

Mickey Spillane, en sus inicios como escritor.

LAS PRIMERAS CONFESIONES

Cuando me vieron, el ambiente se volvió más frío que un verano en San Francisco. Aquellas miradas consiguieron que me sintiera más desplazado que una virgen en el bar del Congreso. Estaba lleno de beatniks y mujeres que leían. Eso explicaba los camiones de la entrada.

Me pedí unos huevos fritos con beicon y café mientras repasaba mentalmente mis notas. Se decía de Hammer -también de Spillane- que era racista, fascista, ultraviolento, anticomunista, homófobo, machista y no sé cuantas cosas más. Y lo decían de tal forma que sonaba como algo malo pero ¡qué diantres!, ¿acaso hay que ir pidiendo perdón por la vida por ser hombre, blanco y de más de cuarenta años? El camarero trajo la cuenta y le hundí los nudillos en la boca. Le dejé los dientes como perlas, hermosos pero escasos.

Me senté junto a Alexis Ravelo, que acababa de llevarse otro premio por Las flores no sangran (Alrevés editorial, 2014). Aunque es canario, parecía una persona normal. Me dio la primera clave. "Las novelas de Spillane son como un accidente, es desagradable pero no puedes dejar de mirar", me dijo. "Es verdad que era un ultraderechista, y cosas peores, pero se lo perdonas porque lo sabes cuando empiezas a leerle".

EL PADRE DE MIKE HAMMER

Aquellas palabras explicaban por qué Spillane consiguió, en 1980, que siete de los 15 títulos más vendidos de todos los tiempos del ranking de The New York Times llevaran su firma. Sólo dejó la escritura los años que se implicó más como miembro de los Testigos de Jehová. Su estilo no gustaba a esos tipos cuya mayor satisfacción en la vida es interrumpir siestas para venderte su dios.

Hasta una comisión del Senado le acusó de contribuir al incremento de la delincuencia juvenil con sus libros (escribió unos 30, no todos de Hammer) de los que se calcula que vendió más de 100 millones. Eso explica por qué, durante dos décadas, protagonizó los anuncio de las cerveza Miller Lite. El público le quería y quería parecerse a él.

Ravelo añadió algo más. "Es verdad que ahora está prácticamente olvidado, pero no es la primera vez que ocurre. También pasó con Jim Thompson (1906-1977), otro escritor políticamente incorrecto, pero un día alguien decidió desempolvar y ahora está todo publicado". Le di las gracias y un zurdazo en la mandíbula.

SIGUIENDO OTRA PISTA

El canario me había dado otra pista. Como escritor, Spillane era efectivo pero tenía la profundidad de un charco. Necesitaba más. Por ahí estaba Javier Valenzuela, que acababa de publicar Tangerina (Martínez Roca, 2015). Lo conocía de leer sus crónicas en El País, un panfleto procomunista. Decidí preguntarle.

"Yo jamás hablaré mal de un escritor de Best Sellers, porque son los que permiten a las editoriales publicar a otros autores", me dijo mientras sonaba una vieja canción de amor en la juke box. "Es verdad que su estilo era el que era, pero como escritor me parece muy competente. Todo lo que escribía parecían tópicos y lugares comunes, pero eso es lo que quería la gente".

Me confesó que era un fan de las películas de Hammer y esos títulos de serie B de los años 50 y 60 inspirados en él de los que ya nadie se acuerda. Sacó el tema de si Spillane, en realidad, parodiaba (quizás sin saberlo) las novelas de detectives. Lo cierto es que el autor de Mía es la venganza (1950) siempre dijo que escribía para cobrar el cheque, y que se consideraba un escritor pero no un autor. De hecho, llegó a afirmar que era "la goma de mascar de la literatura americana". "No sé si sus libros eran parodias", añadió Valenzuela, "pero tenían su gracia", concluye. Me despedí dándole la mano y un directo al estómago.

MÁS ALLÁ DEL TÓPICO

Me sorprendió ver en aquel antro a Empar Fernández. Nunca me han gustado las mujeres como la autora de La última llamada (Versátil, 2015), que prefieren escribir a cuidar de la casa. Eso las hace más peligrosas que una serpiente de cascabel. Siendo Hammer tan machista, pensé que sería buena idea dejar que se desahogara. Me defraudó.

"Me parece un escritor admirable, ojalá  pudiera acercarme a su nivel", me dijo. "Todo lo que se ha dicho de él, sobre sus ideas políticas, es cierto, pero hay que saber leer incluso esos libros. Sabes lo que vas a encontrar en ellos y se le perdona. Peor me parecería censurarle". Intenté besarla. Me dio un sopapo. Me fui.

¿DEMASIADOS PREJUICIOS?

También andaba por ahí Rosa Ribas, firmándole un ejemplar de Miss Fifty (Reino de Cordella, 2015) a una chica con el pelo teñido de violeta que iba de guapa pero parecía la versión marimacho de un troll de la suerte. No había leído mucho de Spillane, pero sí conocía la serie de los 80 protagonizada por Stacy Keach, esa caricatura de actor que acabó en la cárcel por vender cocaína.

"A mi personalmente me gustaba", reconoció, "pero con Hammer no me hubiera tomado ni un café". Según ella, "a sus libros hay que acercarse como a un documento antiguo, para ver qué dice pero sin tomárselo muy en serio". Buena chica. Le metí un dólar en el escote antes de irme. Con las mujeres soy así.

Me sorprendieron estas gatitas, maullaban pero no arañaban. Es curioso que Hammer -un galán que se enamoraba de todas las perdidas con las que se cruzaba- haya pasado a la historia por su machismo, mientras que un maltratador en serie como Parker (el personaje que Donald E. Westlake creó con el pseudónimo de Richard Stark) esté considerado como un icono.

Bueno, también se le acusaba de homófobo (con razón), pero nadie recuerda que en Con las mujeres no hay manera (1948) curaban a las lesbianas a base de violaciones múltiples lo que no impidió a Vernon Sullivan (a.k.a Boris Vian) gozar del aplauso de la progredumbre. ¿Condenarle por facha? Solo si hacemos lo mismo con Dashiell Hammett por comunista.

 

EL HOMBRE SIN MIEDO

Mi siguiente contacto fue Carlos Salem, el de En el cielo no hay cerveza (Navona, 2015). El argentino tenía fama de no tener pelos en la lengua, tampoco en la cabeza, y no me defraudó. "A mi todo lo que escribió Spillane me parece una basura y me alegra que haya caído en el olvido, no vale la pena desperdiciar papel".

Por primera vez, alguien decía en voz alta lo que muchos pensaban. "Era un gran escritor, sí, pero del ojo por ojo, diente por diente y de que al pobre hay que machacarlo". Siguió hablando. "Lo que menos me gusta es que utilizaban sus libros para difundir una ideología política detestable en tiempos de la Guerra de Corea y que toda su obra se resume en ver qué personaje tenía la polla más larga", añadió. Le vacié el colt en la barriga y di por terminada la investigación.

Spillane tenía claro lo que hacía. "Los grandes escritores nunca entenderán el hecho de que se comen más cacahuetes salados que caviar... y si le gustas al público es que eres bueno". También tenía claro que no tenía fans sino "consumidores, y los consumidores son tus amigos". ¿Escribía basura? Puede, pero de la mejor. Una razón de peso para que alguien se decida a reeditar joyas como Un policía anda suelto (1973), Asesino mío (1965) o Amanecer sangriento (1965).

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