A Miguel, con sincero afecto
He dedicado más tiempo de mi vida a la Anatomía de la melancolía de Robert Burton, lamentablemente en su versión abreviada, que a la tapa de cualquiera de las obras de Corín Tellado. Así que cada catorce de febrero pierdo el rastro que va dejando San Valentín allá por donde pasa y me embobo con el hálito tristón de este mes pequeñito y taciturno con el que el calendario gregoriano encajó todas las piezas del puzle cronológico anual. Mirado al microscopio de las horas perdidas, sin embargo, se desvelan las patitas de cachorro juguetón que esconde febrero bajo su disfraz de oficinista aburrido, de calefacción central, de libro de recetas carcelario. Es bisiesto cada cuatro años, como el corriente, lo cual significa que se puede desperezar durante un día mientras el resto de meses están encorsetados por el latido de un reloj. Oculta el Carnaval, el Entierro de la Sardina y los estrenos de cine más interesantes de cada temporada, dada la cercanía de la ceremonia de los Oscar. Y, finalmente, estoy convencido de que disfruta de su condición de pieza terminal de puzle, porque tendrá que adaptarse a las necesidades de lo que le rodea. No, mientras no lo reventemos de calor por nuestra indolencia climática, mientras precise de bufanda y paraguas, febrero nunca será un mes melancólico.
"El mismo amor sentimos por nuestra primera pareja que por la última. Explosión, hechizo y niebla"
Otra cosa es lo del amor, incluso si dejamos de lado la casualidad de que se imponga un festivo comercial en plena temporada baja, pero lo suficientemente lejos del la cuesta de enero para poder dar un último, o un primer, mordisco a la tarjeta de crédito. Pongamos que este pasado miércoles, San Valentín, celebramos el amor. Se entiende que el último. O el vigente, al menos. Porque el amor es inamovible. El mismo amor sentimos por nuestra primera pareja que por la última. Explosión, hechizo y niebla. Lo que cambia es la duración, el nudo con el que enlaza cada relación y la manera con que lo afrontamos según vamos avanzando en edad. Casi todos hemos dejado un reguero de amores en nuestro camino: en las escaleras del instituto en que no estudiábamos, en el umbral de un hall de aeropuerto o en la madurez de unos ojos que cambian de color si sale el sol o amenaza lluvia. O donde ustedes quieran situar cada uno de sus amores. No, San Valentín es implacable y tajante. No se puede celebrar el amor a una madre, a una mascota, a Ava Gardner, a los atardeceres o a las obras completas de Julio Cortázar, que se fue un febrero de 1984 porque también adivinó las patitas de cachorro, probablemente. Se celebra el amor vigente y en pareja. Pues felicidades, amor.
Lo que nunca tiene en cuenta San Valentín es que no se puede destrabar el amor de sus circunstancias. Como febrero, también es un puzle que se amolda al entorno. Podemos empezar con els somnis de poetas que canta Serrat, seguir con el juego de la oca en el que van saltando las fichas de las comedias románticas de las últimas tres décadas e incluso repasar las etapas del amor que va desgranando Woody Allen en Annie Hall. Podemos, aunque no tenemos por qué, llegar al verso de Leonard Cohen en Hallelujah: "Yo, lo que aprendí del amor es a disparar a quien me amenaza". Y sin embargo, aquí seguimos desde que uno de nuestros antepasados ideó cómo desligar el amor del hambre que venía después. Escribiendo novelas de amor, componiendo canciones de amor, rodando películas de amor y tratando de evitar que San Valentín nos arrolle con su idea, comercial y tan perfecta como cualquier mes que no sea febrero, del amor.
@Faroimpostor