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la encrucijada / OPINIÓN

Amnistía y justicia

10/07/2024 - 

Lo diré en pocas palabras: entiendo la amnistía como una medida que concreta la práctica civilizatoria de la acción política; como una nítida alternativa a la inmovilidad gubernamental y al mal uso de la Justicia para eludir las responsabilidades del Ejecutivo que contemplamos en los tiempos del procés. Una amnistía destinada a recomponer la convivencia entre las dos Cataluñas: la independentista y la que, amando su personalidad y especificidad, entiende que la expresión de ambas no precisa desatar los vínculos históricos, económicos, políticos, culturales y emocionales que enlazan Cataluña y España.

Más aún: opino que el siglo que vivimos está llamado a la intensificación de la cooperación entre distintos porque los grandes problemas existenciales de la Humanidad dinamitan la eficacia de las fronteras; un contexto en el que resulta contraproducente alentar nuevas divisiones e intensificar la ya agotadora complejidad de las relaciones entre países.

Y, en lo que atañe al marco interno español, resulta posible una nueva gobernanza que reconozca ya no sólo la pluralidad cultural, demográfica, económica e histórica, sino lo que ahora es de particular importancia: la acumulación de 40 años de experiencia gubernamental y legislativa en las Comunidades Autónomas y la distribución del saber y de la creación de nuevo conocimiento a lo largo y ancho del Estado y la necesidad por éste de articularlo mediante lazos de cooperación que permitan seguir y formar parte del acelerado ritmo internacional en lo creativo, científico y tecnológico.

Más que en otros momentos del pasado, lo que cuenta no es la extensión del país, ni lo es su espacio marítimo o aéreo: lo que sobresale es el alcance de las personas y de sus organizaciones como portadoras de talento, capacidad de aprendizaje, innovación y difusión del conocimiento; en definitiva, la identificación de éste como nuevo paradigma de la convivencia pacífica entre las naciones, precisadas de la compartición del saber y del talento para hallar respuestas apropiadas a interrogantes amenazantes como el cambio climático y la transformación del mercado de trabajo, a la sostenibilidad de los servicios públicos y a la comprensión y empleo, por los gobiernos, de los nuevos hitos alcanzados por la comunidad científico-creativa.

Reunión entre Santos Cerdán y Carles Puigdemont. Foto: JUNTS/ARCHIVO

Estando condenadas las sociedades al entendimiento para obtener el máximo beneficio recíproco de sus correspondientes acumulaciones de inteligencia, la amnistía se justifica como vía para abrir paso a un siglo XXI en el que España, Cataluña y los restantes territorios del mapa autonómico se sientan representados en unas comunidades de saberes y codecisión que reemplacen los viejos tópicos, unitarios y centralizados, que han configurado lo que ha solido adoptarse como dirección obligada y unilateral del progreso, la creación de riqueza y la igualdad, y la concepción del liderazgo y la subordinación inter-gubernamentales. Ante este norte, será la consecución o no de un clima pacífico, colaborativo y de solución dialogante de las discrepancias, el que determinará el acierto o error del uso de la amnistía como herramienta política.

En el lado opuesto a ésta se escuchan opiniones que destilan fiera discrepancia o, en el mejor de los casos, un escepticismo resabiado. Frente a dichas posiciones cabe recordar lo que sucedió en Europa tras la II Guerra  Mundial, apenas veinte años después de finalizada la primera. Podemos intuir la acumulación de dolor, desprecio y resentimiento que palpitaría en vencedores y vencidos. Sin embargo, fue esa acumulación de sentimientos la que incitó la creación de la Comunidad Europea del Carbón y el Acero en 1951, primera semilla de la actual Unión Europea. Apenas había transcurrido algo más de un lustro desde que se detuviera la maquinaria de los horrores bélicos. Gran parte del continente estaba todavía desolado; el racionamiento alimenticio, cuando no la inanición, eran la norma; ciudades enteras habían sucumbido bajo la destrucción de las bombas. Y, pese a todo ello, algunos personajes públicos tuvieron el empuje moral y racional necesarios para iluminar una visión en la que los europeos avanzaban juntos y limitaban sus discusiones a la fuerza de la palabra, al intercambio de argumentos, a la búsqueda de respuestas que, no satisfaciendo plenamente a nadie, tampoco a nadie humillaban.

Resulta evidente que, en los años del procés, no se aplicó la anterior enseñanza básica que se desprende de la Unión Europea, remarcando su condición de reservorio de paz y civilización. Pero no existe razón genética alguna para concluir que, de Pirineos abajo, estemos privados de asimilar lecciones políticas tan memorables como la europea. Sería por ello deseable que se considerase un imperativo de la razón de Estado la disminución de la actual fiebre judicial y funcionarial, sobreventiladas por el "quien pueda hacer, que haga" predicado por el patriotismo de embudo de J. Mª Aznar. Que sea el cuerpo electoral y no un grupo de jueces y altos funcionarios de la administración quien se constituya en árbitro de la amnistía cuando llegue el momento de las elecciones y se abran las urnas. Que, mientras, se recupere la neutralidad que reviste a los funcionarios como servidores públicos que son: un valor, el de la neutralidad,  que, aun estando presente en el quehacer individual de casi todos, ha adquirido un sesgo aparentemente personal, ¿acaso narcisista?, en la forma de actuar de algunos.

Estos últimos podrán tener sus razones e, incluso, una percepción épica de su desempeño; pero les falta lo que en verdad importa: nadie, salvo las instituciones democráticas, en los términos fijados por la Constitución, posee la capacidad de interpretar el sentir de la ciudadanía. Nadie, salvo tales instituciones, puede actuar como definitoria de las preferencias del pueblo, desbordando el uso del poder que le está atribuido. Si un funcionario se cree escudo del Estado, con mayor capacidad de exégesis de lo que conviene a España y  Cataluña que el Poder Legislativo, no sólo está actuando deslealmente sino que, al menos en el plano moral, merece un contundente reproche: porque de servidor público ha pasado a ser actor de un guión propio preñado de prejuicios ideológicos y de una visión liofilizada de la razón de Estado y del Estado de Derecho.

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