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el muro

Traficantes de datos

  • Foto: VP

No estamos a salvo de nada ni de nadie. Muy al contrario, estamos perpetuamente vigilados desde que pisamos la calle, controlados y hasta acosados comercialmente. Es posible que hasta nos roben la identidad. Es más, de un tiempo a esta parte tengo la sensación de que todo el mundo dispone de mis datos personales por muchas leyes “proteccionistas” que nos recomienden estar al tanto de dónde nos metemos cada vez que entramos en un diario digital o en una página de compra-venta. Imagino lo que será pisar digitalmente una red de contactos o de alegría visual. Un riesgo no, más bien un castigo vital sin fin.

Nos vigilan cámaras, alarmas y hasta trafican con nuestros datos más personales. Y nadie pone solución. Ni nos protege por mucho que nos digan que gracias al sistema estamos ampliamente seguros. Me río.

Durante varias semanas, por ejemplo, me ha perseguido un número de teléfono. Suena kafkiano, lo sé. Pero es cierto. De otros he conseguido finalmente zafarme aunque no sin discutir. Pero del último no lo he logrado hasta hace apenas unas horas de cuando escribo estas líneas. Al menos se han tranquilizado.

Aparecía una media de tres o cuatro veces al día en mi teléfono personal. A diferentes horas, nunca coincidentes ni repetidas. Tampoco continuadas. Además, no era oculto. Me facilitaba su número de identificación. Sin embargo, cada vez que yo llamaba para intentar aliviar mi curiosidad después de la insistencia daba señal de estar ocupado, lo que intensificaba mi deseo. Llegó a convertirse en una pequeña obsesión.

La cosa tenía su miga. Si yo contestaba, nadie se dirigía a mí desde el otro lado; si era yo el que llamaba, comunicaba y por tanto nadie me daba los buenos días, las buenas tardes e incluso las buenas noches. Ni siquiera podía escuchar un golpe de respiración que al menos hubiera dado un poco de morbo al asunto. Pero no podía dejar de contestar ya que consideraba que la llamada podía ser importante. De hecho, tanta insistencia sería   por algo urgente, me decía a mí mismo ya somatizado interiormente el asunto. Pero no.

Al final descubrí que era una máquina y que aquella llamada sólo era para preguntarme la última vez que había acudido al dentista, si quería recibir un diagnóstico gratuito del estado de mis dientes y de paso si podía estar interesado en contratar un seguro dental o en su defecto uno para mi pareja por lo que recibiría otro gratuito de por vida para mi mascota. Tal cual. ¿Le puedo hacer unas preguntas personales?, insistió finalmente una señorita de voz dulce ante mi perplejidad pero sin dejarme contestar. Por sus dotes y facilidad de controlarme mentalmente desde la distancia, a buen seguro que habría recibido una profunda y completa enseñanza de cómo acosar a un anónimo a cambio de una ligera comisión en caso de lograr su objetivo: mi boca.

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