La autora plantea una historia de autodescubrimiento y transición desde un barrio obrero de Madrid
MURCIA. Alana S. Portero ha arrollado, a golpe de palabra, a quien se ha acercado a La mala costumbre, su primera novela. Una historia de auto-descubrimiento y transición que mezcla la cruda realidad, la mitología griega, y la poética por la que respiran las identidades disidentes.
Desde el barrio obrero de San Blas en los 80, la protagonista hace un viaje a través del tiempo y del espacio para mostrar, en realidad, cómo el encuentro con las personas va deshojando su verdadero ser. La autora desgranó su novela para Plaza.
En varios momentos del libro hablas de la cultura en general, y de la literatura en particular, como pequeñas bocanadas de aire y como vías de escape. Al escribir este libro, ¿has tenido presente que pudiera ser también eso para quien lo leyera?
No es una intención directa, pero algo subyace ahí. Contar una historia en la que los referentes culturales significan oxígeno puede servir de pista para quien lo necesite. Hay muchas personas que nos podemos ver ahí reconocidas: cuando no tienes los referentes cerca, los buscas en las estrellas, que en este caso es el pop, o en la literatura, la poesía, o en una historia que te apela o en la que te puedes proyectar.
Muchas veces, cuando se cuentan historias LGTBIQ+, se centran mucho en la familia. Tú, sin embargo, presentas la historia describiendo con tiempo un barrio -San Blas, en Madrid- que es hostil y no a la vez. Hablas de la ambigüedad de un barrio obrero que es un lugar de solidaridad, pero donde también se reproducen las dinámicas de la sociedad conservadora.
Es que por mucho que una quiera pintar su barrio de una manera especial… Yo soy anti-nostálgica absolutamente. A mi formación cultural y a la escritora que hoy soy, le debo mucho al barrio. He aprendido cosas esenciales como apreciar el tejido vecinal, las luchas obreras, y esa sensación de que unas personas cuidan de las otras… Pero eso no significa que fuese ni un lugar fácil ni que fuera para todo el mundo. Yo quería hacer literatura con eso: siempre hay alguien que se queda afuera. Intentar recordar estos lugares que, en un momento dado, pueden apelar al corazoncito y a la nostalgia sin contarlo todo no me parecía honesto. Entonces, esa ambivalencia está ahí porque era y sigue siendo así: la comodidad de unos, generalmente, se sustenta sobre la incomodidad de otros.
Una buena arma para no utilizar la nostalgia es, precisamente, describir el barrio a partir de sus personajes en vez hacer poética de cómo eran las casas o las calles.
El espíritu de los lugares residen en sus habitantes. Evidentemente el urbanismo tiene que ver y está bien contarlo un poco, pero no es lo más importante para entender cómo funciona un lugar. En barrios literarios muy conocidos, como puede ser Brooklyn, que lo conocemos muchísimo por Paul Auster o Vivian Gornick, al final una piensa en estos libros, y excepto los cuatro o cinco comercios que describen en alguna calle, tú te acuerdas de los vecinos: de la gente que habla, del mendigo de tal esquina, de la vecina meticona, del señor violento, el señor divertido que vende perritos, etc. Los barrios los hacen las personas y son los que moldean además los espacios. La experiencia te la dan los otros seres humanos, no tanto los lugares físicos.
Esta historia de auto-descubrimiento realmente es una serie de encuentros con personas que marcan cada etapa de este tránsito.
Yo insisto mucho en la idea de que todo aspecto de nuestras vidas es social. Incluso el cuerpo. Y somos también lo que parecemos a ojos de quienes nos miran, de quienes nos tocan, de quienes ejercen violencia sobre nosotros o de quienes nos ignoran. La novela tiene una estructura que está sacada de la literatura griega: cantos pequeños en los que siempre aparece un personaje que es un oráculo, o algo a combatir, o algo que proporciona una sabiduría o señala el camino de alguna manera e impulsa al personaje a seguir o cambia su destino.
Esto es muy deliberado y quería hacerlo así: convertir a esos personajes en oráculos; que haya una salida de Ítaca, un tránsito en el mundo y el submundo y una vuelta a Ítaca otra vez.
Estamos ahora dándole muchas vueltas al tema de la salud mental. Me interesa mucho cómo describes de manera tan corporal la ansiedad, la vergüenza o la tensión.
Es que al final en el cuerpo nos pasa todo y los horrores de nuestra mente inmediatamente tocan teclas de nuestro cuerpo. Cuando estamos especialmente tristes, o ansiosas, o vivimos una situación límite, nuestro cuerpo reacciona: se encoge, quizá nos duele, nos hormiguea o tenemos necesidad de taparnos con una manta o necesitamos agarrarnos de alguien, o que no nos toque nadie… Me parecía una forma muy interesante de contar qué es lo que sucede en una mente a través del cuerpo porque creo que establece un pacto con el lector muy importante.
Por ejemplo, hay un momento en el que escribes que fue “una bocanada de aire que limpiaba el interior”. Establece algo que no nombramos, o que no sabemos describir corporalmente cuando explicamos lo que nos sucede, pero con la que nos podemos sentir identificadas muchas personas.
Cómo nos cambia la respiración sin que nos demos cuenta es algo muy potente. Lo de la bocanada de aire es real. Cuando estamos mal, respiramos peor, más corto, de alguna manera nos asfixiamos muy lentamente; y de repente, cuando nos relajamos, cuando sucede algo que nos quita un peso de encima, la respiración se hace más larga y parece que realmente has salido del agua y has tomado aire. La bocanada de aire es lo primero que hacemos cuando llegamos a este mundo y creo que eso explica muy bien los conceptos de liberación y de encierro.
La narración va creando un nudo en el estómago mientras lo lees y, de repente, llega la página 95 y sucede una escena en un bar súper tierna. En vez de preguntar cómo te enfrentas a las escenas dolorosas, quería saber cómo enfrentas la escritura de esas bocanadas de aire.
Pues con toda la intención, yo quería escribir una novela un poco o nada cínica y que no fuese exclusivamente la historia de lo traumático y de la oscuridad, también para ‘universalizarla’ un poco. Claro que suceden cosas horribles y muy oscuras, pero para mí la esperanza era importantísima y quería que, cuando esas escenas sucediesen, dejarlo muy claro. Además, no me importa incluso que se tache hasta de naif, pero quería marcar una luz en contraposición a la oscuridad tan clara.
Las escenas con el personaje de Jay son las escenas del amor perfecto, del primer amor, porque no se cuenta eso nunca y, además, con las vidas disidentes siempre se afronta esto desde algún tipo de horror o de impotencia. Y aunque aquí el final no es el que se quiere, el desarrollo es perfecto. Es justo eso: que las bocanadas de aire fuesen claras, que en un momento dado no sea la historia de una decadencia, de un dolor, de una oscuridad, porque eso tampoco es una vida. Una vida se compone de un montón de cosas y los momentos luminosos tenían que estar ahí como dinámica rectora del libro.
La narración está escrita en primera persona y eso hace que el lenguaje que se utilice y las metáforas sean muy duras. Por eso mismo contrasta tan bien la ligereza con la que le hablan las mujeres de la calle. Ella misma se pregunta: ¿Cómo con tanta ligereza se pueden decir cosas tan importantes?
Para mí la sabiduría está ahí. Las personas y las mujeres más sabias que he conocido en mi vida hablaban así, desde esa ligereza y desde ese no darse importancia. Quería que esa contraposición fuese muy clara porque la protagonista se explica muy bien, pero cada vez está más confundida y cuanta más precisión le pone a lo que siente, peor le va. Y, de repente, llega alguien que con un lenguaje descomplicado, cachondo, divertido, sin procurar resultar y se convierte en una figura literalmente de autoridad, en un pozo de sabiduría y en ese oráculo que necesita.
Toda esa intensidad, no hace más que confundir a la protagonista y justo la sabiduría está en el otro lado, debajo de esa maraña y de esa oscuridad; donde hay palabras llanas, conceptos claros y muchísima inteligencia. Ellas no necesitan hablar complicado porque lo ven todo clarísimo a la primera.
Volviendo al principio, la familia que dibujas no es que empuje a salir del armario, pero tampoco es un espacio hostil. Háblame un poco más de ella.
La historia del reproche, a mí, en este caso, no me interesaba. Tiene que ver con lo que hemos comentado antes sobre intentar no escribir una novela innecesariamente oscura. Y porque además creo que en lo tocante a la identidad de la protagonista (y creo que es una cosa que se puede sacar de la novela incluso), creo que la comprensión está sobrevalorada. Cuando no tienes las herramientas suficientes e intentas comprender algo, puedes caer en la deshumanización o en tener conversaciones que acaban siendo muy dolorosas. Creo que el amor en bruto que tiene la familia de la protagonista a ella le sirve mucho más. Porque es un puerto al que regresar, un lugar que sabe que no se va a mover de ahí. Que su padre, o su madre, o su hermano quizás, no entienden nada de lo que le pasa, pero eso no significa que no le vayan a querer, y que quizás el tiempo hará su trabajo y se comprenderán.
Pero si hubiera incluido conversaciones muy profundas e incomprensión, al final eso acaba en rechazo y haría otra vez la misma novela. Si es que no te tienen que entender, al final lo que tienen que hacer es estar ahí…
Y luego, eso está también muy relacionado con la clase. Los padres de la protagonista están trabajando prácticamente todo el día y, entre el cansancio que se produce y la extracción de las herramientas para comprender algunas cosas, no hay tiempo para tener conversaciones profundísimas sobre temas para los que no están entrenados porque su vida no les ha entrenado.
No significa que no puedan comprenderlos, pero no tienen las herramientas y tampoco tienen la energía. Esto es una cosa que pasa mucho en las familias trabajadoras: se les extrae el tiempo de afinar sus afectos, pero los afectos están ahí y eso había que contarlo también.
Y que, en un mundo en el que te insultan por la calle, el silencio en una familia ya te calma.
Absolutamente. La novela trata de contar muy bien ese silencio que es acogedor. En esta historia, el silencio de la familia es exactamente eso, escapar de la crueldad. En su casa siempre va a tener un sitio y una falta de hostilidad, que ya es mucho.
Hace unas semanas, Mckenzie Wark hablaba, a partir de su libro Vaquera Invertida, sobre las drogas como facilitadoras de esa disociación que necesitan algunos cuerpos trans.
Un tema central de La mala costumbre es la búsqueda del cuerpo. La protagonista tiene un cuerpo, pero busca otro, o busca validarlo por ahí porque no se ve habitar el que tiene, o porque ni siquiera considera que lo tenga. Las drogas, en este sentido, lo que hacen es extraer la conciencia y colocarla en otra parte, o quizás acentuar el presente de una manera casi hasta mágica en la que el tacto o la mirada de los demás se recibe desde un lugar completamente diferente.
Desde luego no es una apología, pero sí que sitúa. Cuando tu realidad material es una realidad insoportable, ese uso te lleva a otros lugares desde los que ser más compasiva para empezar contigo misma y desde los cuales se puede recibir de otra manera lo que los demás te dan.
También es muy compleja la promiscuidad que utiliza la protagonista como vía de escape, que llega a decir que esa es la manera en la que su cuerpo toma la forma que necesita.
Es que quien nos toca bien nos define maravillosamente y nos ayuda a definirnos, y creo que el cuerpo también es una experiencia social. Entender el cuerpo como intimidad a lo único que lleva es a habitar pozos porque la relación con el cuerpo es muy complicada. Lo social, o lo machaca o ayuda a quererlo.
Por otro lado la promiscuidad a mí culturalmente me parece algo muy vindicable y maravilloso. Ese tejido de sexualidad furtiva me parece una forma de habitar las necesidades preciosa y, de hecho, la protagonista de la novela está muy agradecida a esos hombres-dragón que dice porque es una de las primeras veces después de Jay en las que realmente consigue tener un poco de paz.
Habitar de esa manera el cuerpo es importante. No digo que sea necesario (cada quien tiene sus necesidades) pero es valiosísimo. A mí, esa experiencia personal (mi propia promiscuidad) me ha enseñado de mí más que muchísimas otras cosas y estoy muy orgullosa de haber habitado también esos lugares y de haberme podido construir a través de las manos de los demás.
Leyendo la escena que sucede en el campo de fútbol, y habiendo estado últimamente tan de actualidad, te quería preguntar por ellos. Es casi como la mentira de los reyes magos negar que, más allá de que un par de personas expresen una barbaridad o se excedan, hay una cosa invisible que es un ambiente hostil que expulsa a personas de identidades disidentes.
A mí me parece ridículo negar esto. No tengo nada -faltaría más- en contra de las personas a las que les gusta el fútbol y que lo viven con pasión, pero uno tiene que saber ubicarse en este mundo y entender que los campos de fútbol (no uno, ni dos, ni tres, los campos de fútbol en general) son un lugar de perpetuación de violencias brutales que en otros contextos no se permitirían. Hace muy poco, no hace falta irnos al caso de Vinicius, la portera de un equipo infantil salió llorando del partido porque los padres de las compañeras del equipo contrario se metían con ella, además utilizando un lenguaje sexual asqueroso.
Negarlo es un pacto patriarcal. Una solo tiene que ir a un campo de fútbol y poner la oreja. Bueno, ni eso, ¡ir a un bar! Negar esto nos hace peores y a los aficionados al fútbol les hace peores.
En vez de tomar conciencia de que eso sucede e intentar atajarlo, esa defensa cerrada de un ambiente que ellos consideran que es prístino o que, por lo menos, como es de liberación de la jornada de trabajo y es lo único que tienen en la vida, darse permiso para hacer y decir esas barbaridades, me parece de una pobreza escandalosa.
Es una fantasía absurda decir que esto no sucede y que no son los valores del estadio. Es que son literalmente los principales valores del estadio: la libertad que tiene el espectador para insultar impunemente a cualquier persona que está jugando el partido.