El Ministerio de Trabajo está negociando con los agentes sociales el anteproyecto de ley que regula el teletrabajo. Con el estado de alarma y el confinamiento se improvisó esta forma laboral de trabajo por pantalla y que salvó de un modo excepcional las relaciones de trabajo. La experiencia es un grado y después de varios meses se ve necesario establecer límites y reglas que acoten el marco de este tipo de trabajo a distancia de forma telemática. Su regulación ofrecerá seguridad jurídica a este tipo de relación.
Esta forma de trabajo evita desplazamientos, posibilita ahorro de costes, permite una mayor conciliación familiar en algunas ocasiones. Como todo, también tiene inconvenientes como el aislamiento corporativo, la fatiga informática, el tecno-estrés además de perpetuar determinados roles de cuidados. El anteproyecto parte de la necesaria “voluntariedad” del trabajador para acogerse a este modo de trabajar. Deberá establecerse por escrito y la no formalización del contrato supondrá una infracción grave.
El proyecto de ley pretende (-debe ser así)-garantizar idénticos derechos que el trabajo presencial como el de la promoción en la carrera profesional del trabajador, el derecho al descanso o desconexión digital. Esta forma laboral queda excluida para el personal en prácticas o con contratos de formación por la propia peculiaridad del mismo. El borrador prevé la retroactividad de la norma para realidades preexistentes, téngase en cuenta que hay muchas personas que siguen tele-trabajando desde marzo. Durante el estado de alarma y sus prórrogas, el Gobierno obligaba al teletrabajo siempre que éste fuera posible.
Por tanto, el teletrabajo vino de forma súbita, pero se ha quedado con nosotros. El Covid 19, nos está cambiando nuestra forma de vivir, de trabajar, de relacionarnos con los demás. Y lo peor, es que todo parece indicar que, aunque el bicho se vaya algún día, algunas transformaciones van a permanecer.
En mi caso, y después de la experiencia de estos meses les comento que a mí me gusta ir a trabajar, oler los jardines del parque que cruzo cada día. Me gusta que me dé el aire fresco en la cara y me gusta observar el comportamiento de la gente, como viste, como anda, como se desenvuelve. Diríamos que soy una observadora social y me da vida tomarme mi café cada mañana antes de empezar la jornada laboral. Me gusta ir a clase como docente y como alumna, también y todavía, sigo estudiando. Nunca hay que dejar de estudiar y nunca hay que dejar de aprender.
Me gusta participar en conferencias y charlas, saludar a los ponentes, tomarme un refrigerio cuando ha terminado una reunión. Me gusta cambiar impresiones sobre cómo ha ido un acto, etc. Todo eso no lo puedo hacer desde una pantalla. Las conferencias online están muy bien, pero si eres oyente, no hablas, sólo escuchas y te cansas de escuchar, te despistas, te aburres y/o, te aburren. Por prudencia, prefieres no escribir por el chat para exponer tu opinión. Se pierde espontaneidad, y también se pierde la riqueza que proporciona el debate, la curiosidad de las preguntas del público, las explicaciones del ponente que enlazan con otro tema no previsto y que aporta nuevos argumentos. Todo eso no lo haces de modo online.
Dice mi amiga, la profesora Olga Fuentes, que si en este país hay alguien que sabe qué es el teletrabajo son los profesores universitarios. Llevamos toda la vida investigando, leyendo o escribiendo detrás de un ordenador, con nuestra soledad, con nuestro silencio. Leyendo infinidad de libros para nuestra tesis, después escribiendo ese artículo para una revista, o preparando una ponencia para un congreso que se celebrará la próxima semana. Si hay alguien acostumbrado al teletrabajo antes de que existiera es el personal docente/investigador universitario. Pero saber llevarlo, no significa que nos guste hacerlo. Yo necesito mi silencio para investigar, pero necesito mi ruido para vivir. Me gusta ir a trabajar.