MURCIA. Médicos, abogados, jueces o banqueros son profesiones con poco futuro. Puede parecer una idea extraña, pero no son carreras con excesiva salida a medio plazo. Sin embargo, el futuro necesita filósofos. Los cambios tecnológicos de la era digital han insertado variables en el sistema que lo están cambiando todo: el Big Data y los algoritmos.
Los algoritmos que manejan la información volcada en la red son capaces de hacer diagnósticos médicos con más precisión que los propios médicos. Son capaces de invertir mejor en bolsa y de dictar una sentencia eliminando el fallo y el sesgo humano, presente (aunque algunos se crean libres de él) en cada uno de nosotros. Un solo ejemplo: el buscador de Google es más efectivo previendo una oleada de gripe que los hospitales. Y el buscador de Google no está diseñado para ello, así que, ¿qué no podría hacer una máquina diseñada con este fin concreto? Se cree que los algoritmos, en poco tiempo, van a acabar con muchísimos puestos de trabajo. Sin embargo hay otros profesionales, no excesivamente considerados socialmente hoy en día, que van a ser indispensables… Los filósofos, por ejemplo. Porque el diseño de los algoritmos requiere pensar qué tipo de sociedad queremos construir. La era digital es uno de los mayores retos intelectuales a los que nos hemos enfrentado como sociedad: el futuro del mundo dependerá de la configuración de los algoritmos. De su ética e ideología. Y esto es muy peligroso si no se aborda desde el comienzo con pensamiento crítico y reflexiones profundas.
¿Qué las máquinas no tienen ideología ni ética? Claro que sí. Pensemos en el diseño del coche inteligente. El algoritmo que lo conduce tendrá que decidir, en caso de accidente, si salva al conductor o salva al peatón. Podemos dejar esa decisión en manos de los empresas automovilísticas en nombre de la libertad individual o podemos diseñar una normativa pública que tenga en cuenta, por ejemplo, la edad de los implicados a la hora de tomar la decisión. Es horrible tener que decidir un ranking de personas más o menos merecedoras de vivir pero es peor aún que no pensemos sobre ello, que las empresas tomen sus propias decisiones en la sombra. Porque ya las están tomando. Y aunque la idea es que los algoritmos aprendan por sí mismos a resolver problemas e incluso la respuesta a cuestiones éticas como las vinculadas el coche inteligente, no dejan de ser un programa diseñado por humanos y, por lo tanto, con sus sesgos inconscientes. Los ejemplos de algoritmos que se han denunciado por racistas o sexistas son numerosas. Busquen y verán.
Lo podemos ver con las redes sociales por ejemplo. ¿Hace falta una normativa que limite Facebook para evitar la manipulación política y comercial de los usuarios o vamos a dejar que los datos los algoritmos se vendan al mejor postor? ¿Estamos los usuarios lo suficientemente formados e informados para enfrentarnos a las empresas tecnológicas que diseñan las redes sociales? ¿Cuando entramos a Facebook somos los consumidores o somos el producto?
La filosofía es más necesaria que nunca, señora Celaá.
¿Qué es lo que nuestros dirigentes no ven? ¿O es que no quieren verlo?
Podríamos remontarnos a Platón y Aristóteles para discutir sobre algunos de los viejos dilemas que se plantean, de forma actualizada. La diferencia entre la ciudad justa de Platón frente a la ciudad feliz de Aristóteles, por ejemplo. Aunque ambos buscan el bien común, Platón cree que esto se conseguirá con la justicia social (pensemos en Cuba o Noruega, muy diferentes pero con una búsqueda de la igualdad en ambos casos) y Aristóteles cree que se conseguirá si los individuos deciden sin excesivas presiones del Estado (pensemos en Estados Unidos). Lo colectivo frente a lo individual como punto de partida para conseguir una sociedad perfecta…
Frente al diseño del algoritmo de las armas inteligentes, ¿usaremos la ética de Maquiavelo en la que el fin justifica los medios o los imperativos kantianos sobre lo que está bien y lo que está mal? ¿En el caos informativo de las redes sociales, dejaremos que las fake news campen a sus anchas en aras de la libertad individual total que promulga Popper o buscaremos alguna forma de limitarlas en nombre de la felicidad de la mayoría de la que nos habla el utilitarista Stuart Mill?
El dataísmo, por citar otro ejemplo, es una filosofía que defiende que todos aportemos, sin reservas, nuestros datos al Big Data para que este pueda aprender y los algoritmos mejoren nuestra vida. Por poner un ejemplo elocuente, podríamos prevenir enfermedades en lugar de curarlas. Los datos, bien tratados, pueden ayudarnos. La película Moneyball muestra cómo el análisis de estadísticas en el deporte supuso una revolución: demostró que los ojeadores se basaban en subjetividades. Los datos son objetivos y fallan mucho menos que las personas. Algunos países como China o Corea han creado Apps para compartir los datos personales de sus ciudadanos y este hecho, que produce fobia en la mentalidad occidental individualista, se ha visto muy útil frente a la covid. ¿Qué vamos a hacer frente a los datos? ¿Nos uniremos a ellos en lo que podría considerarse ya transhumanismo o los rechazaremos?
Decía el existencialista Sartre que la libertad era una condena llena de miedos, responsabilidades y remordimientos. ¿Queremos liberarnos de ella gracias a las máquinas o preferimos mantenernos independientes? ¿Tiene razón Nietzsche cuando afirma que la única manera de ser libre es suprimiendo la libertad pues no se nos puede culpabilizar de nada? ¿No podríamos darle el poder a las máquinas y liberamos de toda la carga de responsabilidades? Por otro lado, si los algoritmos no se equivocan eligiendo por nosotros y prediciendo lo que va a ocurrir, ¿va esto a favor o en contra de una sociedad que debe algunos de sus mayores avances a los errores?
Si, como dice Witgenstein, los límites del lenguaje son los límites del mundo, los algoritmos van a ampliar los límites del mundo real. Las máquinas aprenden, van llegando a “razonamientos” (basándose en el Big Data) que, dentro de unos años, pueden ser absolutamente opacos para la mente humana. Algo así como lo que ocurrió en la fallida historia de amor entre Theodore y la inteligencia artifical Samantha en la película Her. Ella evolucionó y él siguió siendo humano por lo que acabó abandonándolo. Si ahora entendemos más o menos la forma de “pensar” de los algoritmos, las “conclusiones” a las que estos llegan, en pocos años deberemos fiarnos de ellos con una fe ciega. E incluso existe el peligro de que generen, a partir de la programación inicial, unas reglas que contradigan nuestras éticas y formas de pensamiento, transformando poco a poco las ideologías humanas en favor de las suyas propias. El ejemplo más elocuente de esta desviación es Tay, el bot que creó Microsoft y que aprendía de las conversaciones con los usuarios sin filtro alguno. En solo un día respondía a sus interlocutores humanos con frases a favor de Hitler y en contra de los judíos y las feministas...
¿No hay demasiados retos intelectuales como para eliminar la filosofía de las aulas, señora Celaá?
La filosofía fomenta el pensamiento crítico, el cual es absolutamente necesario para enfrentarnos al mundo actual: caos de información, fake news, falacias políticas, manipulación de las empresas, palabrería sectaria… ¿Vamos a dejar a las nuevas generaciones sin herramientas para enfrentarse a esta nueva y confusa realidad? Y más allá del individuo, si nos pensamos como sociedad: ¿Vamos a dejar en manos de políticos y empresas el control de la ética de los algoritmos? Coches y armas inteligentes, diagnósticos médicos, redes sociales, manipulación genética, terraplanismo… ¿En serio no nos damos cuenta que sin la filosofía navegamos sin rumbo? O peor aún: navegamos hacia donde quieren los dueños de las empresas y las corporaciones. Y sinceramente, no creo que estén pensando en el bien común sino en su bolsillo… Ahora mismo somos como esos cerdos que van en camiones hacia el matadero para beneficio de sus amos.
Señora Celaá, señores políticos de uno u otro signo: la filosofía debe volver a las aulas. La filosofía debe alumbrarnos.
O nos quedaremos totalmente a oscuras.
A Platón le pirraban los higos, Pitágoras era vegano y Leonardo da Vinci fue el Ferran Adrià del Renacimiento. Esta y otras curiosidades forman parte de Gastrosofía, una historia atípica de la filosofía escrita por Eduardo Infante y Cristina Macía y editada por Rosamerón.