MURCIA. “Lo bueno no lo contamos. Lo bueno nos lo guardamos para nosotros”, dice en la tercera temporada de Mira lo que has hecho (Movistar+) ese personaje llamado Berto Romero que no es Berto Romero aunque se parezcan mucho. Y se entiende porque, a ver, con lo bueno, ¿qué hacemos? Desde luego no una serie de tres temporadas. O, por lo menos, no una interesante. Sin conflictos, sin meteduras de pata, sin fracasos, sin personajes que reaccionen por miedo, ira o vergüenza, que sean siempre felices y no tengan problemas no vamos a ningún sitio en el mundo de la ficción. Y es que, como dice la frase que da pie a la réplica de Berto, “todo lo que contáis es terrorífico”. Efectivamente. Lo es tener hijos, hacerse adulto, asumir responsabilidades, tener que responder ante otros, hacerse cargo de los más débiles, ser coherentes con nuestra forma de pensar, mostrarse firme y sensato. Vivir, vaya, da bastante miedo. Y esa es la base fundamental de cualquier buena comedia.
Mira lo que has hecho lo es, pero no es solo comedia. Ya lo dijimos en su primera temporada: bajo una apariencia sencilla y costumbrista, la serie creada por Berto Romero no elude dramas, ni sufrimiento, ni complejidad, ni profundidad. Coincide en eso con Fleabag, Master of none, After life, Glow, Vida perfecta o Sex Education. Y sí, es lo que están pensando. No son exactamente comedias, el término no las define. Puede que a veces nos hagan reír o sonreír, pero no se trata de eso. También nos hacen llorar, pensar, sufrir. Tienden ahora a llamarse dramedias, ese neologismo que intenta englobar… ¿qué? ¿Series sobre la vida misma? ¿Que cuentan lo cotidiano con su mezcla de drama y comedia? El palabro es ingenioso, y puede que hasta útil para los amantes de las clasificaciones y los que nos dedicamos a esto de escribir sobre series, pero es como no decir nada o como decirlo todo. Llámalo dramedia, llamado vida cotidiana.
En la segunda y tercera temporada, la serie, escrita por Berto junto con Enric Pardo y Rafael Barceló, mantiene sus señas de identidad, como la naturalidad y la fluidez con la que discurren las cosas; el buen nivel actoral tanto entre los protagonistas, el propio Berto Romero y Eva Ugarte, como en los secundarios, especialmente Jordi Aguilar y Carmen Esteban; y los buenos guiones, porque eso de la apariencia sencilla que comentaba se consigue con muchísimo trabajo y teniendo claro qué quieres contar. Pero, además, ha ido abriéndose, sorprendiendo y eludiendo fórmulas y caminos trillados. De hecho, la segunda temporada es muy audaz y nada conformista. Podría haberlo sido, limitarse a seguir los caminos de la primera, que fue muy bien recibida por crítica y público, y ser más de lo mismo, pero no. Es reconfortante ver a un creador que, cuando sabe lo que quiere, no se conforma y arriesga porque quiere contar otras cosas o hacerlo de un modo distinto. Y en esos seis capítulos se prueban cosas nuevas, el tono cambia varias veces y nos llevan por senderos imprevisibles.
Más metaficcional que nunca, la segunda temporada se centra en aquello que amenaza a la unión de la pareja protagonista, tanto externa como internamente, con conflictos derivados, sobre todo, de la inseguridad de los personajes. Uno de los temas centrales es el ego del artista, que, por supuesto, es una de las grandes amenazas a la relación. “Estoy de la metaficción hasta el coño”, dirá, bastante cargada de razón, el personaje de Eva Ugarte. Y así, de ser la serie de una pareja que se enfrenta al desafío de tener un hijo en nuestro mundo ferozmente capitalista, se convierte en otra cosa más compleja ya apuntada en sus primeros capítulos. Crecieron los personajes secundarios, continuó la cuestión de la paternidad y la maternidad, claro, y, especialmente, el desafío de no perder la identidad en esa estructura endiablada que es la familia.
La tercera temporada comienza unos años después. La familia, la pareja formada por Berto y Sandra y sus tres hijos, se acaba de mudar a una casa de dos plantas y jardín en una urbanización de las afueras. Todo parece normal. Claro que el problema es que “la normalidad” no existe (como implacablemente estamos comprobando en estos tiempos extraños) y el control sobre nuestras vidas no es más que un espejismo ya que, básicamente, se trata de gestionar el caos.
Los experimentos narrativos continúan, no solo alternando pasado y presente (con resultados tan brillantes como el capítulo del circo), sino añadiendo unas inesperadas secuencias oníricas que expresan las preocupaciones del protagonista mediante juegos con diversos géneros cinematográficos y que son realmente divertidas. Siguen los temas que ya conocíamos y se añaden dos principales. Uno es el de los límites del humor, a través de una trama acerca de una denuncia que Berto recibe por un chiste supuestamente nazi. Aquí hay mucha ironía incómoda sobre las redes, el mundo de la comunicación y la libertad de expresión, y sobre una sociedad que corre el peligro de llegar a la intolerancia a través de la hipersensibilidad, un asunto que ya estaba presente desde el principio en el retrato que hace de la educación. El otro tema relevante es la vejez, centrada en la demencia que comienza a sufrir la madre del protagonista (maravillosamente interpretada por Carmen Esteban) y la necesidad de los cuidados en esa etapa de la vida. Toda esta parte está contada con una gran delicadeza, sin morbo ni tremendismo, con esa naturalidad marca de la casa que tanto se agradece y tan cercana resulta.
Esta temporada, cuya emisión acaba de finalizar, es la mejor y, además, la última de la serie por decisión de sus creadores. Lo cierto es que podría seguir, tanto por su interés como por que intuimos que se podrían contar más historias de los personajes, pero probablemente esa es una buena decisión. No por la engañifa esa de “lo bueno si breve dos veces bueno” (si es bueno, dame más), sino porque cada historia tiene su tiempo y su duración. Un problema de muchas series buenas es, precisamente, el estirar el éxito, el forzar continuaciones; saber acabar a tiempo es una virtud y aquí se deja la serie bien en alto, sin duda. Quedan para nuestro disfrute tres temporadas, 18 capítulos, de una obra inteligente, incisiva y de calidad, que siempre ha sido mucho más de lo que parece o de lo que se espera.
A finales de los 90, una comedia británica servía de resumen del legado que había sido esa década. Adultos "infantiliados", artistas fracasados, carreras de humanidades que valen para acabar en restaurantes y, sobre todo, un problema extremo de vivienda. Spaced trataba sobre un grupo de jóvenes que compartían habitaciones en la vivienda de una divorciada alcohólica, introducía en cada capítulo un homenaje al cine de ciencia ficción, terror, fantasía y acción, y era un verdadero desparrame