MURCIA. La filmografía de Pedro Almodóvar se ha encontrado conectada entre sí a través de una tupida red de vasos comunicantes que nos conducen sin descanso de una película a otra, ya sea a través de un insignificante detalle o de una referencia crucial que da sentido a todo el relato para terminar así configurando un corpus autoral tan rico y diverso como profundamente cohesionado.
Por eso no resulta extraño que el director manchego haya adaptado ahora uno de los textos teatrales que han estado de alguna manera presentes a lo largo de toda su carrera para otorgarle un sentido independiente, al mismo tiempo que le ha servido como excusa para seguir unificando todo su universo de manera orgánica y reveladora.
La voz humana adquirió un peso específico en La ley del deseo (1987), en la que veíamos actuar sobre un escenario al personaje de Carmen Maura, la transexual Tina, mientras representaba el desgarrador monólogo con la performance adicional de la pequeña Ada (Manuela Velasco) mientras sonaba ‘Ne me quitte pas’.
Más tarde utilizaría su esqueleto para vertebrar la trama de Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988), convirtiendo así la trágica obra en una comedia loca. Las dos tenían el mismo punto de partida, el de una mujer herida tras el abandono de su amante que esperaba destrozada su llamada para que recogiera sus maletas. Almodóvar también integró algunas ideas clave procedentes de Cocteau, como la importancia de la voz (Carmen Maura interpretaba a una actriz de doblaje), de los teléfonos y la comunicación, la catarsis en forma de fuego sobre la cama o el uso de somníferos.
En Los abrazos rotos de nuevo volvía a aparecer el guiño esta vez en forma de pieza que funcionaba individualmente, Chicas y maletas. El cineasta protagonista que interpretaba Lluís Homar conseguía terminar la película que había marcado su vida, dando con el tono correcto, convirtiéndose en una versión alternativa de Mujeres al borde de un ataque de nervios. Un juego de muñecas rusas de cine dentro del cine que también servía para introducir el humor en el seno de una historia desoladora.
Por último, en su última película, Dolor y gloria, aparecía el libreto de La voz humana y se verbalizaba la intención de adaptarlo por parte de Salvador Mallo, trasunto del propio Almodóvar interpretado por Antonio Banderas.
En todos estos casos, encontrábamos la figura de un creador que se sentía de alguna manera atraído por el relato autodestructivo de Cocteau y le servía como fuente de inspiración para liberar sus demonios. En esta ocasión, es el propio cineasta el que mueve los hilos, el demiurgo de un cortometraje que es una auténtica delicatesen, una pieza de orfebrería de lo más elaborada y que se convierte en un espacio de libertad para experimentar con los distintos niveles de representación, una cuestión que siempre le ha interesado al cineasta.
Almodóvar demuestra que todavía es capaz de jugar, de probar cosas nuevas para componer una pieza conceptual que se convierte en puro goce estético y escénico. Parece como si se atreviera a condensar en apenas media hora buena parte de sus hallazgos expresivos que lo definen como autor a través encuadres, movimientos de cámara y una querencia por la geometría formal que se convierten en puro zumo de imaginería creativa.
El artificio se encuentra presente desde las primeras escenas en las que vemos a Tilda Swinton vestida ostentosamente deambular por un espacio que podría ser un escenario, en cualquier caso, un lugar inexistente y abstracto. Poco después la seguiremos a una ferretería para comprar un hacha y más tarde acompañarla a su casa, que parece un híbrido entre la mansión de La piel que habito (con sus grandes pinturas, en este caso preside Venus y Cupido, de Artemisia Gentileschi, una autora del barroco italiano olvidada por su condición de mujer) y la intimidad del apartamento Dolor y gloria. En cualquier caso, todo ese espacio no oculta ser un decorado en el que no hay techos y que se encuentra contenido en un gran almacén. En definitiva, un escenario dentro de un escenario, una casa de muñecas en la que la protagonista se encuentra totalmente encerrada en todos los sentidos, tanto físico como vital.
Por el camino encontramos al Almodóvar más plástico (apostando más que nunca por el color block) al más detallista, pero a pesar de todo ese despliegue suntuoso, también al Almodóvar más sobrio, elegante, meticuloso y minimalista, quizás el más perfecto y calculado de los últimos tiempos. Así, la cámara se detiene embelesada en el rostro magnético de Tilda Swinton para seguir todos sus movimientos. Se trata de una mujer herida, destrozada, pero la actriz le confiere esa elegancia gélida e hipnótica que se encuentra en las antípodas de la febril y pasional interpretación de Anna Magnani en el fragmento de Roberto Rossellini El amor (1953).
Es la primera vez que el director utiliza el inglés en una de sus películas. Y aunque hasta el momento se había mostrado reticente a dar ese salto, lo cierto es que la perfecta dicción de Swinton no desentona en absoluto en el mundo almodovariano, no le resta un ápice de autenticidad. El idilio entre la cámara de Almodóvar y la actriz nos conducen por un apasionante dispositivo en el que las máscaras y los disfraces desaparecen para dar paso a una interpretación de lo más desnuda, autorreflexiva y catártica, introduciéndose Tilda Swinton de forma inmediata en el panteón de grandes heroínas del director, mujeres que se enfrentan al desgarro del desamor para salir reforzadas de él.
La voz humana podría considerarse una bisagra entre toda su obra previa y lo que está por venir. No resulta casual que la banda sonora del cortometraje esté compuesta por algunas de las melodías más memorables que ha compuesto Alberto Iglesias para las películas de Pedro Almodóvar, como si fuera un ‘grandes éxitos’ condensado que se muestra a modo de cierre de una etapa después de la determinante ‘Dolor y gloria’. Quizás por esa razón también sobre la mesa de la protagonista se reúnen autoras que Almodóvar ya ha adaptado, como Alice Munro en Julieta, películas que incluyen guiños hacia su propia filmografía, como Kill Bill y la escena de la violación que remite a Hable con ella o novelas que probablemente adapte en un futuro más o menos cercano, como es el caso de Manual para mujeres de la limpieza, de Lucía Berlín. Un cruce perfecto entre el pasado y el futuro de un director que no renuncia a sí mismo para seguir reinventándose.