MURCIA. Será porque la última Cumbre del Clima se ha celebrado en nuestro país, el asunto sobre el que más se ha debatido en las últimas semanas es sin duda el relativo al cambio climático y la sostenibilidad del planeta ante el desbocado crecimiento y desarrollo humano, y la insostenibilidad del mismo, con las consecuencias perniciosas que, según la comunidad científica mayoritaria, está deparando en el medio ambiente. Ante ello hace unos años, incluso, surgió un movimiento que abogaba por el decrecimiento. Ya un tanto difuminado teóricamente, sin embargo sus efectos se aprecian en ciertas formas de vida. Un movimiento que entiende que el desarrollo humano no pasa necesariamente por un ininterrumpido e imparable crecimiento en todos los ámbitos, principalmente el económico, planteándose incluso la posibilidad de decrecer en determinados ámbitos de nuestra vida. De hecho podemos despojarnos de ciertas cosas innecesarias sin que nuestra calidad de vida se vea resentida, en cuanto a su calidad, en absoluto. Por ejemplo empiezan a proliferar comercios en nuestras ciudades cuyos productos van desprovistos de envases y de hecho se venden a granel, tal como se adquirían hace más de medio siglo.
Esta historia parece que nada tiene que ver, pero lo explicaré más adelante: desde la primera mitad del siglo XIX y hasta finales de esa centuria, en la localidad de Carlet, situada en la Ribera Alta, se fabricaron un tipo de muebles especialmente decorativos, de unas características muy determinadas que los hacen fácilmente reconocibles. La peculiaridad principal de estos era la llamativa marquetería policromada y las formas geométricas que esta trazaba. La fabricación de estos muebles le envuelve cierto halo de misterio puesto que poco se sabe sobre quienes estaban detrás. Hace muchos años le escuché a una persona la teoría de que quizás podría ser debido al asentamiento en la localidad de unos ebanistas de origen italiano pero no es algo demostrado, entre otras razones porque no existe, desafortunadamente, constancia documental de la manufactura (contratos, libros de cuentas…). En alguna ocasión la Concejalía de Cultura de esta población ha solicitado la colaboración de las personas que posean muebles de esta época y estilo con el fin de llevar a cabo la catalogación de los mismos y poder estudiar sus características puesto que que únicamente se fabricaron allí, lo que los hace un caso sino único, sí algo bastante excepcional en España puesto que la producción se ciñó a una sóla población y posiblemente a un único taller. Por entonces se realizaban toda clase de muebles: cómodas, consolas, marcos, camas, goteras, tocadores. En su momento, hablo de hace unos veinte años, estos muebles, estaban muy cotizados en el mundo de las antigüedades. Hoy es ciertamente difícil verlos en las tiendas de antigüedades.
Comprendo que se pregunten qué tiene que ver todo esto con la sostenibilidad del planeta, o más concretamente de nuestros bosques. He empleado un ejemplo de alguna forma local, de nuestro entorno cultural para sostener el estandarte de la sostenibilidad de las antigüedades. El ejemplo de Carlet es aplicable en general de los muebles antiguos: en unos tiempos en que reciclamos los desechos, ¿no parece absurdo reciclar las cosas que nos pueden servir, es decir, un mueble que ha pasado de unas manos a otras desde hace casi dos siglos? Quizás se ha mantenido sin salir de la familia que lo encargó allá por 1840 o bien la sucesión en la propiedad se ha debido a sucesivas ventas de esta. Ya no sólo esa pieza nos ayuda a conocernos mejor (ejemplo de los muebles de Carlet), conocer nuestra historia, y por tanto no olvidarnos de ella (memoria histórica positiva, diría yo). Es que además, ¿cuántos nogales hemos dejado de talar por el hecho de que una cómoda fabricada en el siglo XVIII todavía se utilice?. En el recibidor de mi casa tenemos la suerte de tener una cómoda papelera de nogal valenciana del siglo XVIII, no piensen que mucho más cara, hoy en día, que una fabricada en la actualidad. La suerte de la que hablo no es por el hecho de podérmela permitir, porque de hecho ya les digo que hoy no son muebles especialmente caros. La fortuna que tengo es la de apreciarla y disfrutarla. Una cómoda que compré a los herederos de los anteriores propietarios. Un mueble precioso, “made in València” con más de dos siglos de vida que, además, utilizaré el resto de mis días, sin que la tenga que renovar y espero que también lo haga a quien me suceda. Desde el punto de vista estructural el mueble puede durar, como mínimo, otros dos siglos más si se cuida debidamente. La calidad en la fabricación de estos escritorios realizada a mano nada tiene que ver con la de los muebles de, por ejemplo la afamada tienda de origen sueco y su perdurabilidad es un hecho incontestable.
Debemos decirlo claramente y quizás la falta visibilidad y de potencia económica de nuestro sector no nos permita llegar más a la sociedad como sí lo hacen otros, pero pienso que debería incidirse más en la idea de que no podemos permitirnos estar continuamente renovando aquello que nos rodea a través de la obsolescencia de lo que adquirimos. Una obsolescencia programada por nosotros mismos. En muchas ocasiones he tenido que persuadir a personas del hecho de de desprenderse de enseres que iban literalmente a tirar al contenedor para sustituirlos por otros. La restauración y la actualización de lo antiguo tiene mucho que decir al respecto. El dehacerse de los objetos para renovar es algo propio de las sociedades modernas opulentas, pero antes de la fabricación en serie era impensable en algo que no fuera la reutilización de los objetos. Si existen comercios en los que debería ponerse en la puerta una pegatina que remarcara la sostenibilidad son las librerías de viejo y las tiendas de antigüedades, de eso no hay duda.
En la época del reemplazo por lo nuevo, como un automatismo, es algo evidente que si se te cae la taza del desayuno, la taza acaba en el cubo de la basura. Desconozco hasta que punto en Japón el kintsugi se practica con toda clase de piezas, o únicamente sobre algunas que tengan un valor superior ya sea económico o personal, pero hay que reconocer que este arte es toda una lección de vida en los tiempos que corren. Una práctica que hay que remontarse cinco siglos para hallar su origen que consiste en reparar el objeto dañado con un barniz espolvoreado en oro. La cicatriz lejos de ser invisible se convirtió en lo más llamativo de la pieza, evocando el paso del tiempo pero también la dignidad y el valor de lo imperfecto elevándolo a la categoría de arte a través del oro. El objeto lejos de pasar a un nivel inferior a los demás se convierte en algo distinguido y diferente adquiriendo un nuevo status.