MURCIA. En el 1914 una enfurecida sufragista llamada Mary Richardson se dirigió a la National Gallery de Londres con la premeditada intención de destruir la obra de Velázquez La Venus del Espejo. Aunque los daños fueron evidentes, ya que produjo siete grandes tajos en el lienzo, la obra maestra pudo ser restaurada. La explicación que dio a su acto fue la siguiente “He intentado destruir la pintura de la más bella mujer en la historia de la mitología como una protesta contra el gobierno por destruir a la Sra Pankhurst, la mujer más hermosa de la historia moderna” (compañera de la Sra Richardson que fue detenida con anterioridad). Este fue uno de los actos iconoclastas, que no vandálicos, más famosos del pasado siglo.
El panorama histórico de la destrucción del patrimonio artístico por motivos iconoclastas es de una amplitud abrumadora. Todo ataque físico al patrimonio merece nuestro reproche más vehemente, pero debemos distinguir, aunque sólo sea a los meros efectos dialécticos, entre destruir imágenes artísticas por lo que representan (iconoclastia) y otra muy distinta el vandalismo puro y duro que se traduce en la destrucción irracional del arte simplemente por el hecho de serlo. La iconoclasia conlleva la destrucción o la ocultación, de alguna forma sistemática, basada en cierta “lógica” de carácter ideológico o religioso, que toma cuerpo como consecuencia de unas ideas impuestas “desde arriba” hallando su activación en una organización de corte sectario, ideológico, religioso o político. Sin embargo, el vandalismo como principio y fin se produce de forma incontrolada casi espasmódica y por las más diversas y oscuras razones de índole subjetiva.
Hitos modernos de iconoclasia de nuestro contexto occidental son la Reforma protestante como un momento histórico en el que se produce la expulsión de imágenes de los espacios religiosos, y un par de siglos después la que llevó aparejada la Revolución Francesa, segundo momento de masiva destrucción de patrimonio religioso. En este caso hay que sumar la eliminación física de parte importante del patrimonio aristocrático y sus símbolos más vistosos. Este desastre condujo a que naciera en el país vecino el novedoso concepto de “salvaguardia del patrimonio”. Es entonces cuando nace, sobre el papel, la noción de conservar aquellos símbolos de la opresión de la nobleza y en lugar de acabar con ellos, transformarlos en medios de instrucción.
Parece que la cadencia de instantes históricos en los que se promueve una suerte de eliminación de lo pasado no cesa, puesto que transcurrido este episodio revolucionario, con la llegada de la modernidad, es el mismo arte, o para ser justos, ciertos movimientos artísticos los que pretendieron en sus idearios la destrucción del propio arte anterior. No, no es este ansia de romper con el pasado algo que quepa atribuirlo a los enfant terribles de la contemporaneidad sino que tenemos que remontarnos a los inicios del siglo XIX. Es en estas primeras décadas, y con una furia que fue in crescendo conforme avanzaba la centuria, cuando encontramos no pocos artistas y corrientes que proclaman en publicaciones y manifiestos la urgente necesidad de la quema de los museos obras de arte de la antigüedad con el fin de dejar vía libre para la renovación del arte y la llegada del arte nuevo. Iconoclasia artística aunque parezca un contrasentido. Serán pintores “realistas” como Couturier y Courbet los que abogaban por la liquidación del Louvre y eliminar la Columna Vendóme entre otras hazañas.
En España no hemos escapado a estos desgraciados capítulos de mutilación patrimonial, y nuestro contexto valenciano ha sido de las zonas más castigadas, principalmente a lo largo de la década de los 30 del siglo XX. El caso es que a los anticuarios de vez en cuando también nos llegan piezas que claramente han sido pasto de la iconoclastia. Hace poco llegó a mis manos un bonito azulejo valenciano de la primera mitad del siglo XIX que formó parte de un calvario que aquellos que solían instalarse en las subidas a ermitas o en los cementerios . La escena representaba a Cristo con la cruz a cuestas junto a los soldados romanos que le acompañaron a golpe de látigo en su penoso camino por el Vía Crucis. El azulejo se encontraba en perfectas condiciones…salvo el hecho de que el rostro de Jesús había sido eliminado con un certero golpe de piqueta iconoclasta.
Según lo que hemos podido conocer estos días por los medios, parece que se ha iniciado un nuevo movimiento iconoclasta en el mundo occidental, principalmente en el anglosajón pero que parece que se va extendiendo a otros países, siendo diana de la ira esculturas de personajes de cualquier época, imperio o civilización a los que quepa atribuir su carácter de absoluto, imperialista, sátrapa y demás calificativos. Resulta evidente que resulta incompatible a todas luces la exaltación de ciertos símbolos y personajes a través de los monumentos, en una sociedad afortunadamente regida valores democráticos inspirados entre otras normas por la Declaración Universal de Derechos Humanos. Más en el caso de personajes que habitaron en tiempos relativamente recientes y por tanto ya que en este caso es muy probable que todavía vivan quienes padecieron una dictadura o bien los descendientes de aquellos que sufrieron una tiranía de fatales consecuencias. Resulta del todo punto lógico proceder a eliminar elementos que supongan una afrenta, pero, al menos en mi opinión existe un mundo antes y después del fin del Antiguo Régimen con el advenimiento de la Revolución Francesa. El absolutismo de los monarcas o la existencia de la Inquisición por poner dos ejemplos no debe tener como consecuencia eliminar de los espacios públicos cualquier representación artística que evoque o exalte aquel gobernante. ¿Hay que saquear el Escorial?.
En el caso de que por razones de proximidad temporal convengamos en eliminar un monumento o representación artística de personajes incompatibles con los valores de convivencia actuales, pienso que hay soluciones alternativas a la destrucción sistemática como se hizo en otros momentos históricos. No caigamos en los mismos errores del pasado. Los vestigios de la historia hay que intentar conservarlos fuera de la mirada ciudadana, en la medida de que esto sea factible materialmente. En este sentido la eliminación de la estatua ecuestre de Francisco Franco que se hallaba en la otrora bautizada como plaza del Caudillo, hoy del Ayuntamiento, se llevó a cabo de forma modélica. Su retirada ya tardaba, pero su preservación como vestigio histórico es también necesaria como fuente de estudio cuando sea preciso. Su existencia es parte de la historia y paisaje de esta ciudad y de este país, queramos o no, una historia que no debemos repetir pero tampoco eliminar porque sucedió. La historia no debe en ningún caso ser borrada so pena de su alteración.
Terminamos con la historia de una iconoclasia practicada con inteligencia. Lejos de destruir la obra en cuestión, o de hacerla invisible a la visión del público, los setabenses encontraron el término medio exhibiéndola de forma que su forma de presentarla al público sea un acto de rebeldía en sí mismo, un ataque personal al monarca borbón. De hecho, es más conocido el retrato de Felipe V, obra pintada por Josep Amorós en el primer tercio del siglo XVIII, por el hecho de colgar boca abajo que por la factura del mismo. Así pende en el Museo del Almudín de la capital de la Costera como símbolo de la infamia del monarca a la ciudad aquel día 2 de junio 1707 en el que la población fue tomada y saqueada y castigada por las tropas borbónicas.
La del Borbón con los setabenses es una historia de ensañamiento con una ciudad a la que el 19 de junio ordenó incendiar, sembrar con sal los campos que la alimentaban y borrar su nombre de las crónicas con el cambio de denominación. Esto condujo a la bella ciudad a un desastre demográfico sin precedentes. Según dicen las crónicas, el retrato pende de tal guisa desde 1940 aproximadamente por decisión del director del museo del Almudín y lo sigue haciendo así en su emplazamiento en el museo de bellas artes. Según las crónicas locales el retrato así colgará hasta que un monarca sucesor pida perdón tres veces por aquellos infames sucesos.