MURCIA. No fui educada para el valor. Se me programó hacia el esfuerzo y la renuncia: tenía que ser buena, lista y trabajadora. Pero nunca se me inscribió en la liga de los valientes. No sería ni militar ni policía ni torera. Como mucho: bombera-torera. Estos días escucho a Rafa quejarse del escalofrío que le produjo examinar a una veintena de chavales en un aula universitaria y no puedo tomarlo en serio. Guardo silencio y escucho. Acompaño. No quiero ser jactanciosa, pero me siento como una veterana de Vietnam; esa misma mañana he floreado entre los boxes sin que se me crisparan las tripas. Me hace interrogarme por el coraje.
Estos días de transmisión incontrolada todos apelamos al valor. Volvemos a medir la carga mortífera de una reunión banal o una visita a la peluquería. Mandela acuñó la frase más conocida sobre el valor y aseguró que “no es la falta de miedo sino el triunfo sobre él”. Los sanitarios hace tiempo que lo doblamos a costa de no pensar si ya hemos triunfado o nos falta un trecho largo. A golpe de acciones sucesivas, encadenadas, encalomes varios. Los equipos se quedan en el puro hueso y los enfermos siguen entrando por la puerta. Es curioso que la palabra coraje aglutine dos acepciones que implican la rabia y el apasionamiento con el que se acometen acciones. Estamos, siguiendo a la RAE, cabreados e hiperactivos. En un solo vocablo: agotados.
No sigo la prensa ni miro la pantalla de urgencias cuando abro cada mañana el ordenador de mi hospital. No me lo recomienda mi médico. Hay que digerir bien el desayuno y conviene abrigarse bien. La lista de enfermos a la espera de ingreso es siempre una bofetada, prefiero cubrirme y asaltar el día con las orejeras puestas. Por eso me intimida que me llame una amiga de Madrid y me hable de que ahora copamos la cabecera de los telediarios. A media mañana alguien ya me habrá chivado por los pasillos el escándalo de las cifras y me dejará igualmente en cueros. Iñaki Gabilondo se ha plantado por empacho. Declara que España no funciona y se lo deja. Yo, que suscribo sus palabras, aquí sigo con mi crónica y me siento desleal: todo lo que dijéramos sobre esto debería ser un respetuoso fundido en negro.
Lo llaman tercera ola pero los sanitarios no hemos visto el valle entre la segunda y ésta; llevamos denunciando la marea desde noviembre. Las ambulancias ya no rompen la tarde porque los sentidos las han incorporado como las mascarillas. Por las tardes sigo una dieta social estricta: casa-trabajo-parque-perra y mascarilla puesta por la casa. Los coches en la morgue pasaban de seis en el Clínico, me dice Rafa alarmado. Y, ahora sí, los valencianos vamos conociendo en primera persona el virus. Por las mañanas anoto cada agujero de la plantilla cuando busco un colega y hay una cara nueva o un suplantador ojeroso: caemos de forma puntual, con rigor y método, como si el virus pasara lista y supiera el abecedario. Los internistas del hospital son ya su propia sombra y siguen desfilando entre biombos tal cual muñecos hinchables. El símil se le ocurrió a una enfermera que no pierde la sonrisa, “míralos, parece que no se vayan nunca, a las ocho los han vuelto a hinchar…”. Hacerles una cortesía o preguntar qué tal supone ganarse una mirada asesina.
Las cifras oficiales de ocupación de UCI nadie las entiende, en un hospital con 13 camas de UCI ingresas a 23 críticos y tienes 14 de ellos intubados, ¿cómo que un 63% de ocupación? El jefe de servicio se topa con mi talante festivo de lunes, mi sobreactuación de lunes, y responde "mal, muy mal, esto es un desastre". Se gira taciturno y desaparece en su despacho. Pienso en lo golosa que le es nuestra sala y me pregunto cuánto tiempo más aguantaremos nuestras ocho camas para los agudos psiquiátricos. Cada semana metemos miedo con una vocecita dulce, “bueno, tenemos a un señor de por aquí, parece que disparó al aire con un arma pero nada, no creo, no sé todavía…” O: “sí, un brote, un chaval que amenaza con saltar al vacío con su perro, pero ya parece que lo han pinchado…” Dejamos caer estas pequeñas cargas de forma torticera entre frases de chicas buenas. En el Clínico se han quedado sin paritorio porque los gines no pueden hacer lo mismo: nosotras agitamos el estigma del loco como si fuera el foso de cocodrilos.
En el antiguo gimnasio, los enfermos no covid se reparten entre módulos y parabanes. La atmósfera es de sanatorio tuberculoso, de camas contiguas y sufrimiento en serie. "Allí ves al bicho─ me dice una colega con ojos de excitación─, los enfermos alineados y el virus sobrevolando, ¡allí mismo!" Un médico joven se acerca a explorar el mismo paciente que yo y guardo silencio mientras despliega con él su puesta en escena: gafas de plástico, gorro y bata, por un momento se me antoja un buceador explorando una gruta oscura. “Poquito a poco, ¡por favor túmbese!, ¿puede pegar una culada?” El señor es sumiso y la barriga surge como una isla globulosa de redondez perfecta. “Así, ¡muuy bien!” Los artefactos de protección nos hacen subir a la hipérbole, gritar y sobreactuar, infantilizarlos a todos. Cuando se quita los abalorios frente al ordenador ya brotan las marcas de la goma en la piel seca, la sombra bajo la mirada y ese sordo abatimiento que muta con facilidad en desplante o queja. No todavía en este médico, no cumple ni los treinta. Es un contrato Covid y me da su móvil porque las centralitas ya se sabe. Un amor. No puedo evitar verle como a mi hijo metido en ese soldado de remplazo que ataca al bicho como si fuera una causa romántica.
Pero no hay romanticismo alguno en lo que hacemos porque la salvación está en lo mundano. Aún no lo sabe, pero el médico joven no dará con héroes solitarios en este oficio. Yo sólo conozco una suma de movimientos empecinados, una red de tozudos que apuntalan problemas complejos. Levántate y sigue. Recoge el lavavajillas, ordena tu escritorio. Ponte el EPI. Quítate el EPI. El cansancio físico nos protege del ataque de los pensamientos. Hacer significa no pensar. Pide otra analítica, una placa, tacha el paciente ya visto de tu lista. Tampoco en la vida se es sublime sin interrupción. Se intercala lo prosaico y lo epifánico, los momentos tiernos con los momentos canallas, raptos de inspiración con trabajo anodino en cadena que hace saltar el reloj por los aires. “Acuéstate, cariño, no voy a llegar a tiempo para explicarte la diéresis ─le contesto a mi hija en una guardia─, ¿tú no tenías piano ahora a las siete?” “Son ya las nueve, mamá…” Y de pronto la diéresis de Rocío es un drama mayúsculo comparado con la chica que quiere morirse en el box tres.