MURCIA. En la era de la información, los silencios alcanzan la magnitud de enormes y áridos desiertos: en ellos se destierra lo que no está hecho de oro, de créditos en una cuenta que solo existen en un servidor ajeno [de otro], de petróleo —fluido negro de vida muerta—, de gas extraído de las entrañas de la tierra. En la era de la información, la actualidad es un gran bazar en el que las historias en serie se derraman sobre los mostradores: manda lo ultraprocesado y la falsificación hecha a medida. La verdad a cuánto cotiza: hoy la verdad ya se ha acabado, ese señor de ahí se ha llevado la última. Ese señor siempre compra mucha verdad y además deja propina. En la era de la información la verdad es estrategia: quien no tiene dinero, tiene la guerra. Las campañas son militares y social media. En esta era de la información apabullante las peores tormentas son las de titulares, y también las peores sequías. Durante cuarenta y cuatro días Europa ha convivido con una guerra, aunque casi nadie lo sepa. Está muy lejos la guerra, aunque esté muy cerca. La oferta de realidades en las que vivir es muy extensa: vacaciones en las elecciones estadounidenses, todo incluido. Posibilidad de maratones intrascendentes porque la información nunca duerme: escrutinios, proyecciones, teorías. Conexiones en directo con la rutina: lo normal se comunica con intensidad de final del mundial, de jugada en el área en el descuento. Atención porque hay noticia de última hora: sigue el recuento. La opinología sofoca el sonido de las detonaciones, de los ayes en la frontera, de las bombas. Mientras tanto, el relato que no vende se desangra en la trinchera.
De lo que fue la Gran Armenia hoy queda menos de lo poco que quedaba hace apenas un mes y medio. Parte del hogar ancestral del pueblo armenio, ahora pertenece al vecino. Un retrato de la ciudad de Shushi como fue hasta el lunes nueve de noviembre de dos mil veinte, sin embargo, sobrevive en las páginas del diario Heridas del viento. Crónicas armenias, fruto de alto contenido literario de la vida de la periodista y antropóloga Virginia Mendoza en el país caucásico, originalmente autoeditado, y recuperado en dos mil quince por La línea del horizonte. Si el mundo de los libros fuese justo —y no como cualquier otro mundo—, este fascinante diario sería un imprescindible en las listas de libros de referencia de la profesión periodística. No solo eso: incluiría muchos premios en la faja de su última edición. En el caso de Mendoza queda especialmente claro aquello de que escribir es ver: ella ha visto de una manera especial porque quizás, quién sabe, en sus ojos hay conos, bastones y algo más que es capaz de captar una luz diferente en las historias. O quizás es que, de alguna manera, ella era armenia y no lo sabía. Se dice que un vasco de Bilbao nace donde le da la gana, y se dice, por cierto, que existe cierto parentesco —no probado, aunque evocador— entre vascos y armenios. Que Aitor podría ser el hijo de Hayk, el patriarca descendiente de Noé. Mendoza no es vasca ni armenia de nacimiento, aunque en el segundo caso, sí de adopción. La armenidad caló en ella y echó raíces, y le permitió hacer suyas historias extraordinarias como la del místico en patines Levon Abgaryan, la de Sona, la niña que vino a terminar el mundo y que quería ser su propio padre, la de Vartush y Meruzhan y su celebración del aniversario de Khachaturian, o la de Lusik Aguletsi y sus olvidados dioses paganos en la buhardilla —el subterráneo Hapelik, el psicopompo Chechelkerkis, la diosa del agua Nulli, Hurkchkululu la flor que se arranca, Arain Tarain el que vive en el tejado—.
El libro, titulado así por uno de esas poéticas sorpresas que habitan en la espesura del diccionario —la tercera acepción de la definición de voz es “sonido que forman algunas cosas inanimadas, heridas del viento o hiriendo en él”—, es al mismo tiempo crónica y trágica predicción: “Se llamaba Nargiz y tenía alrededor de ochenta años cuando estalló la guerra entre Armenia y Azerbaiyán. Quizá empujada por la soledad y por el aburrimiento, la anciana empezó a informar, casa por casa, de los avatares de la contienda [...] Nargiz llevaba décadas viviendo sola, sintiéndose sola [...] Los vecinos son importantes en las aldeas armenias. A menudo, conforman una segunda familia y son especialmente necesarios cuando la soledad es lo único con lo que una persona comparte su enorme casa, diseñada para albergar una amplia familia que acoja a los hijos, a las mujeres de los hijos, a los nietos y a los bisnietos [...] Venera recuerda el valor con el que Nargiz se enfrentaba a la guerra. «¡Pero cómo te atreves a andar de un lado a otro contándonos lo que está pasando! ¡Pero no ves que estamos en guerra!», le advertía. «¿Y qué me van a hacer a mí, ni qué me importa ya, si solo soy una anciana?», respondía. Nargiz confió en su destinó y estaba en lo cierto. Murió de vejez después de la guerra. O al menos después de que se declarase el alto el fuego. Porque la guerra no ha terminado”. En el libro de Mendoza, no son pocas las personas que desconocen la edad que tienen: su tiempo y su memoria están tejidos de historias. Las edades de algunos, como Movses e Iskuhi, suceden descansando junto a un árbol, nadando en un lago, o en una casa con vistas al mar Mediterráneo. Sus vidas son más vida cuando se cuentan. Ahora, esa misma guerra de la anciana Nargiz ha vuelto a terminar. Desde las montañas llega un mensaje del viento: es Armenia, Artsaj y la diáspora, para quien tenga oídos y quiera escuchar.