Ya embarca. Ya navega. Ya viene Greta. Nos ha caído encima el azote de la contaminación, ese Pepito Grillo septentrional con trenzas y gesto avinagrado que nos dirá, queramos o no, las verdades del barquero, que nos afeará nuestra vergonzosa insensibilidad ambiental y nos acusará de precipitar el fin del mundo. Greta Thunberg, walkiria despiadada, llega para cantarnos las cuarenta, para echarnos en cara lo indolentes que somos, para soltarnos la jauría perrofláutica del ecologismo rampante.
Ya la estamos viendo, con el plumaje negro de su crispación agarrado al atril, con la invectiva preparada, la mirada congelada y la lengua viperina. Las multitudes, en la calle, aplaudirán sin escuchar; aclamarán a Greta sorda, irreflexiva y gregariamente; la sacarán a hombros porque nos habrá dicho lo que ya sabemos pero lo habrá dicho con garra, con el ceño fruncido, con aquel enfado tonante y sobreactuado que arrastra desde hace meses por el mapamundi.
Greta nos ha puesto a todos en evidencia. Greta nos ha cogido en falso. Greta es coherente, y de su coherencia saca la fuerza de su recriminación. Greta es un símbolo: es la imagen de millones de jóvenes que, para enfervorizar a la humanidad, para demostrar que no sólo es posible, sino saludable purificar el medio ambiente, se duchan siempre con agua fría, no conectan jamás la calefacción, se desplazan a pie y lavan la ropa exclusivamente a mano con detergente casero; millones de jóvenes hiperconcienciados, hipermotivados e hiperalucinados que se cepillan la dentadura con el dedo, escriben sobre tablillas de cera natural, comen hortalizas ecológicas, defecan al aire libre y se limpian el culo con hojarasca.
Es el movimiento hippie del siglo XXI; el nuevo Woodstock; la nueva rebeldía de los hijos de papá, de los millenials pijos que juegan a salvar el orbe para no aburrirse. Es una suerte de pacifismo beligerante, un ecologismo totalitario que acusa y estigmatiza con tanta fuerza moral que uno sospecha si no tejerán, como tejía Gandhi, la tela de sus andrajos. Cierto que los vendavales de la calumnia traen el eco de que todo es mentira; esparcen el rumor de que lo de Greta Thunberg es un montaje descomunal, un armatoste propagandístico levantado por alguna de las muchas conspiraciones que zarandean a los ignorantes; difunden el embuste de que los prosélitos de Greta usan móviles 5G y ultrabooks de toma pan y moja. Pero no debe ser cierto: Greta Thunberg, agorera mágica, ergotista vocacional, inquisidora suprema del naturalismo y el panteísmo, predica con el ejemplo y se carga de razón.
¿Cómo podría, si no, lanzar las acusaciones que lanza y proferir las enormidades que profiere ante los mismísimos capitostes de la ONU? ¿Cómo podría sacudir conciencias, conmover voluntades y abochornar actitudes? ¿Cómo dispararía esos rayos que dispara por los ojos? ¿Cómo prorrumpiría en sollozos de indignación? Greta es una líder nata; y sus adeptos, que —no tenga usted ninguna duda— son muy consecuentes con las ideas que profesan, viven en cabañas, beben agua de lluvia, son veganos y crudívoros, aborrecen la televisión, practican el trueque, llevan la compra en cestas de mimbre, se calientan con hogueras y nunca viajan.
Greta consuma el abordaje naturista del viejo continente con su catamarán descarbonizado, un galeón incruento de los tiempos modernos en cuya bodega piensa embutir tesoros formidables de proselitismo. Greta surca el Atlántico; Greta se acerca; Greta protagoniza la singladura del apocalipsis, vaticina el armagedón y anuncia la distopía suprema de la tierra desértica, la extinción animal y el ahogo colectivo en una ponzoña irrespirable. Greta se ha subido a las barbas de la política internacional, con el puñal de la cara dura entre los dientes y el mosquete del espanto al hombro. Greta y su familia son una troupe de avispados que aprovecha la ocasión. Pronto vendrán los libros y los documentales, la charlatanería, el mesmerismo, las entrevistas en exclusiva y, por fin, la película.
Greta será, en esta época frenética, un fogonazo efímero, un personaje del momento, una gurú de la biosfera, una pequeñez, un sobresalto, un chascarrillo. Luego será olvidada, pero ya no le importará lo más mínimo: ella y los acróbatas del oportunismo, los cazarrecompensas de la popularidad y los volatineros mediáticos que componen su séquito habrán llenado el talego a rebosar, y no se acordarán de la ecología ni por casualidad.