MURCIA. Se conocieron en 1885 en la Escuela de Maestras de La Coruña. Marcela tenía 18 años y comenzaba sus estudios superiores. Elisa tenía 23 años y ya trabajaba dando clases. Se hicieron amigas en medio de un ambiente hostil y poco a poco su relación fue derivando en una atracción que desembocó en romance. Un romance que tuvieron que ocultar para no desatar un escándalo en la sociedad de la época.
Durante años vivieron un amor clandestino, hasta que, a punto de ser descubiertas, idearon un plan que las convertiría en el primer matrimonio homosexual en España. Elisa se hizo pasar por un hombre, adquirió una identidad falsa, la de Mario Sánchez y tras ser bautizado, se casó por la Iglesia con Marcela. Los vecinos descubrieron más tarde el engaño y finalmente fueron acusadas y excomulgadas, aunque ellas consiguieron escapar.
Isabel Coixet conoció la historia de Elisa y Marcela en un viaje a La Coruña y sintió que tenía que contarla, ya que lo que hicieron estas dos mujeres en ese momento para defender su amor, fue un acto de heroísmo.
A pesar de ser una de las directoras más reconocidas del panorama nacional, a Coixet le costó sacar adelante el proyecto. Pasó por diferentes fases, incluso estuvo a punto de convertirse en una tv-movie, pero gracias a Netflix pudo rodarla tal y como se la imaginaba, en blanco y negro y apostando por su estilo personal e inconfundible, entre la poesía visual y la indagación delicada en el seno de los sentimientos más profundos y de los vínculos emocionales que se establecen entre los personajes.
Se trata de una película de puertas adentro, en la que lo importante es encontrar ese espacio de intimidad entre dos mujeres que descubren un amor prohibido y luchan por él a pesar de que lo tienen todo en su contra: su familia, la religión, las autoridades políticas y la rígida moral de una sociedad anclada en la represión y el miedo a la diferencia.
La directora se introduce con una enorme ternura y sutileza en la privacidad de la pareja. Poco a poco accedemos a ese lugar que solo ellas habitan y en el que se encuentra presente el elemento carnal, pero también el intelectual.
La mirada de Coixet nunca es exhibicionista, siempre hay un profundo respeto a la hora de filmar los encuentros eróticos entre las protagonistas y su manera de relacionarse en el entorno que en el que viven, en medio de una naturaleza que de alguna manera también las envuelve, del mar que se convierte en símbolo de su libertad, en un punto de fuga para salir del enclaustramiento, de la cárcel de las apariencias en la que viven aprisionadas.
La cineasta apuesta por un estilo sobrio y contenido, y aunque en algunos momentos pueda parecer un poco relamida y cursi, hay en ella dosis de mucha ternura auténtica, sobre todo gracias a la química que se establece entre las dos protagonistas, Natalia de Molina (como Elisa) y Greta Fernández (como Marcela), ambas espléndidas a la hora de dotar de consistencia a dos mujeres adelantadas a su tiempo que tuvieron que renunciar a muchas cosas y enfrentarse a ser juzgadas y despreciadas para preservar su relación.
Isabel Coixet comenzó su carrera tomando el pulso de la contemporaneidad. Sus películas exploraban las ansiedades del mundo moderno, la incomunicación, la falta de empatía, la soledad y la melancolía de una generación perdida que buscaba su lugar en el mundo. Nunca ha tenido miedo a lanzarse al vacío de las emociones, a rebuscar en sus pliegues y a mostrarlos de forma descarnada y arrebatada. Sin embargo, en los últimos tiempos parecía domesticada y más pulcra, adaptándose de manera escrupulosa a otros registros a través de filmes de encargo en los que ha ido ensayando diferentes formas de narrar.
Con Elisa y Marcela de alguna manera vuelve a su esencia. Minimalista y a la vez arrebatada, llena de simbología e imágenes evocadoras en las que se apuesta por el elemento sensorial. Es una película en la que las miradas, los roces, dicen mucho más que las palabras. Coixet apuesta por una puesta en escena sobria en la que lo verdaderamente importante es captar el detalle de cada gesto de las protagonistas. Por eso su mirada es tan pura a la hora de adentrarnos en el espacio privado de estas dos mujeres y mostrarnos su sexualidad. Hay algo muy limpio y transparente en la manera que filma muchas escenas, incluso naíf, algo que desaparece cuando la intolerancia y el miedo comienzan a apoderarse de la función.
La película se divide en tres actos. El primero representa la pasión reprimida, en el segundo las protagonistas viven con intensidad su amor prohibido y en el tercero han de hacer frente a las consecuencias de su osadía al hacerse pública su relación y convertirse en proscritas de la ley. Isabel Coixet mantiene el pulso en cada una de ellas, componiendo una película que nos lleva desde la inocencia hasta la humillación y finalmente al empoderamiento.