MURCIA. La búsqueda del oro ha llevado a las civilizaciones a remover cielo y tierra para encontrarlo. Una búsqueda sin fin para dar con tan preciado metal, fuera donde fuese. El sueño de El Dorado siempre estuvo allí y, más allá de ese imaginario lugar de América del Sur, se buscó en cualquier rincón del planeta. Tanto es así que en el Bierzo hasta los romanos movieron montañas para encontrarlo. Y no hablo de manera metafórica.
Asomada al mirador de Orellán —toma el nombre del pueblo cercano— pienso en ese ahínco por encontrar oro. Lo hago contemplando el paisaje de Las Médulas, en la comarca de El Bierzo (León), que me deja sin palabras: pináculos rojizos emergen buscando la luz sobre un encrespado manto verde mientras el sol los ilumina haciéndolos aún más rojizos. El silencio lo rompen algunos pájaros y los pocos turistas que veo, pero mis ojos están puestos en las nubes que dejan un juego de luces y sombras que convierten aún más mágico este lugar. Como yo, hay otros fotógrafos que intentan inmortalizar el atardecer.
Absorta viendo Las Médulas le doy vueltas a un mismo hecho: Este paisaje ha emergido por el afán de los romanos por buscar oro. Los indígenas preromanos ya habían explotado el yacimiento pero fueron los romanos los que convirtieron la zona en la mayor mina de oro a cielo abierto del Imperio. Y ahí me asaltan un aluvión de preguntas: ¿por qué había oro? ¿cómo lo extrajeron?
Preguntas que en mi caso resolví al día siguiente, explorando el lugar y a través de los paneles informativos que hay en la ruta. También en el Aula Arqueológica. Según descubro, el oro se encontraba en las profundidades pero ello no frenó a los romanos para hacerse con la riqueza que se escondía en las montañas y decidieron extraerla disolviendo las montañas con agua —un sistema que llamaron ruina montium (derrumbe de los montes)—. Para adquirir ese oro excavaron multitud de galerías con pendiente en cada colina aurífera dejando un único agujero, en la parte más alta. No solo eso, para conseguir el agua que debía correr por esa red de galerías, construyeron una red con canales de hasta cien kilómetros para traer el agua desde la sierra del Teleno (2.188 metros de altitud) y aprovechar el deshielo. En total, 300 kilómetros de canales para conducir el agua hasta Las Médulas.
Así, cuando los depósitos de agua se llenaban, las compuertas se abrían y el agua circulaba por esa red de galerías que, al no tener salida, ejercía una presión sobre el interior de la montaña que desencadenaba su derrumbe. Una vez reventada la montaña, la misma fuerza del agua arrastraba las tierras auríferas hacia los lavaderos. Allí, bateadores trabajaban de sol a sol para encontrar las pepitas.
En mi recorrido por Las Médulas descubro dos cuevas: La Cuevona y La Encantada, que son restos de dos túneles que no llegaron a colapsar y permiten observar de cerca la grandiosidad del proyecto minero. Caminando entre castaños, robles y encinas la imaginación me lleva a aquellos tiempos en los que había 60.000 personas trabajando en estas tierras que ahora piso. Se sabe gracias a que el historiador Plinio el Viejo fue en su juventud el administrador de las minas y dejó registrado que que al año se extraían 1.635 toneladas de oro. De hecho, Las Médulas aportó el 20% del oro existente en el Imperio Romano, una cifra que confirma por qué invirtieron tantas energías en extraer el precisado mineral.
Al asomarme por la cueva La Cuevona me puedo hacer una idea de por qué Plinio el Viejo afirmó que “es menos temerario buscar perlas y púrpura en el fondo del mar que sacar oro de estas tierras”. El trabajo aquí debía de ser muy duro y claustrofóbico. Hoy no es posible acceder al interior de ellas —hasta hace poco se podía— pero, como digo, asomándote desde la barrera te puedes hacer una idea de su inmensidad.
Sigo la ruta entre esos castaños milenarios que fueron plantados por orden del Imperio para sujetar el terreno y facilitar el flujo del agua. Un camino agradable pese al sol del verano que se complica en la subida al mirador de Orellán, al que fui para ver el atardecer. No puedo resistirme en hacer aún más fotos porque realmente el lugar lo merece. Pero el tiempo apremia y hago cola para entrar a la galería de Orellán —es increíble que hasta aquí llegaran los canales—. Tengo suerte y después de unos quince minutos de cola puedo acceder. Debido a la crisis de la covid el aforo es reducido y, en consecuencia, la cola más larga. La entrada son tres euros pero merece la pena.
Al entrar te dan un gorro y un casco. Al bajar por unas escaleras accedes por un túnel estrecho y de poca altura iluminado por unas luces en los laterales. En cada paso me vuelve la imagen de los trabajadores excavando esas galerías. Las condiciones tenían que ser tan duras que se me eriza la piel, también porque la corriente del pasillo me deja helada.
Al final de ese túnel, la luz: una boca desde la que se contempla los farallones del mirador de Orellán rodeados de esa exuberante naturaleza. La luz entra por esa enorme cavidad dejando en sombra solo el interior. Es un momento único, también porque no hay nadie y puedo ver a los pájaros sobrevolar ese manto verde. Asomada en esa gran cavidad en la que han puesto el mirador tomo conciencia de la codicia del ser humano, que por ese ímpetu por buscar y encontrar oro logró construir este paisaje.
Un paisaje que cuando los romanos abandono quedó desnudo y devastado hasta que la naturaleza ocupó y cubrió de vegetación toda la zona, dejando solo a la vista los montículos arcillosos más altos. Un lugar tan particular que en 1997 Las Médulas fue declarado Patrimonio de la Humanidad y considerado como uno de los lugares más insólitos.