VALÈNCIA. El éxito que obtuvo Dallas fue tal que era cuestión de tiempo que aflorara la competencia. En enero de 1981, la cadena ABC estrenaba Dynasty, conocida algo después por el público español como Dinastía. Su argumento era muy parecido al de Dallas: las vicisitudes —es un decir— de una poderosa familia que ha hecho fortuna con el petróleo, sumida en todo tipo de conflictos. Rivalidades entre hermanos, amantes despechadas, hijos ilegítimos que salen hasta de debajo de las piedras y cantidades industriales de odio. Pero Dinastía, producida por el magnate televisivo Aaron Spelling (Los ángeles de Charlie, Vacaciones en el mar), marcaba una diferencia cualitativa importante.
Si en Dallas los Ewing vivían en un rancho, los Carrington de Denver habitaban en una elegante mansión. Así, los esmóquines sustituyeron a los sombreros Stetson y, muy importante, en lugar de un villano, el tremendo J.R. Ewing, Dinastía presentaba a una villana, la pérfida Alexis Carrington, maravillosamente encarnada por una Joan Collins que parecía haber nacido para encarnar dicho papel. Su aparición al final de la primera temporada fue un afortunado giro que salvó la vida de la serie.
Eso fue lo que se encontraron los telespectadores españoles cuando se estrenó en TVE en noviembre de 1982. Hay que recordar que hasta que consolidó su éxito fuera, Dallas fue prácticamente una rareza en la parrilla de TVE. Y no precisamente porque fuera un experimento a lo Lynch, sino porque los capítulos se emitían sin apenas continuidad. Fue una serie guadianesca por obra y gracia de los programadores de Prado del Rey y solo dejó de serlo cuando J.R. pasó a ser una estrella. Dinastía pilló al público español prevenido. Le habíamos tomado cariño al inmoral J.R. y no era plan de perderse las maquiavélicas argucias de Alexis, despechada exmujer del millonario Blake Carrington (John Forsythe), dispuesta a hacerle la puñeta a este (se casará con Cecil Colby, su contrincante en los negocios), y a su nueva esposa, Krystle (encarnada por Linda Evans), un monumento a la idea de perfección americana, más aburrida que un domingo en Soria.