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La encrucijada / OPINIÓN

¿Debemos temer a los robots?

3/04/2021 - 

MURCIA. En la película Transformers, dirigida por Michael Bay, existen dos grupos ficticios y antagónicos de robots, los Autobots y los Decepticons, que asumen, respectivamente, los roles de buenos y malos. Con la discusión sobre las consecuencias del desarrollo e implantación de robots reales se aprecia una oposición similar: según la perspectiva adoptada, la economía de la robotización conducirá a la creación neta de empleo, o bien será la causante de una pérdida global de éste por el predominio del efecto sustitución.

Para discutir la anterior disyuntiva ha surgido una apreciable acumulación de estudios empíricos sobre robots y mercado de trabajo, pero los resultados no son concluyentes y abarcan un dispar abanico de efectos. Nos movemos todavía en un sinfín de conjeturas y lo único que parece seguro es que existirán empleos apenas afectados por la robotización, otros que se mantendrán pero experimentando algún tipo de transformación y un tercer grupo que, en efecto, acusará el ímpetu destructivo de la disrupción robótica. También podemos asumir, por la simple observación del distinto grado de desarrollo tecnológico existente en los distintos territorios, que la fabricación de robots no tiene por qué coincidir con las geografías donde se produzca su uso. Durante un periodo variable de tiempo, no resulta descabellado pensar que existirán países/regiones perdedores y ganadores de empleo.

No obstante, antes de que la inquietud vaya a más en aquellos lugares con cosechas aún pobres de digitalización, inteligencia artificial y robótica conviene precisar algunos aspectos. En primer lugar, el robot es una inversión empresarial de la que se espera una rentabilidad positiva. Que ello sea así depende del coste del robot. Un coste que engloba su precio, mantenimiento y adaptabilidad. Sólo una parte de los prototipos desarrollados encontrará un tamaño de mercado suficiente para que el precio sea competitivo frente al coste del trabajo humano. Alguien puede argumentar que este último se encarece por la presencia de costes extrasalariales, pero el robot no es ajeno al coste de su mantenimiento ni a la velocidad de su obsolescencia. Un ritmo rápido de ésta, por ejemplo a causa de avances en la propia inteligencia artificial, puede convertirlo en una fuente de costes irrecuperables para la empresa que lo haya adquirido.

Foto: EFE

Así, pues, en cada caso el empresario tendrá que evaluar en detalle si le sigue resultando más rentable emplear trabajo humano: un trabajo que no necesita el desarrollo de nuevos algoritmos, sensores y piezas para adaptarse al cambio, sino un tiempo de formación controlable o, en el peor de los casos, la sustitución del trabajador por otro mejor formado (y puede que algo mejor pagado). Un trabajo humano que, a diferencia del robot, no se encuentra obligado a costosas pérdidas cuando la obsolescencia se acelera si, en paralelo, se amplía el acervo formativo del trabajador. ¿Significa lo anterior que los riesgos son inapreciables? En absoluto. De hecho, parte de las empresas apuntan a cierto grado de robotización por razones muy diversas; por ejemplo, porque los estándares de precisión y calidad, exigidos por sus clientes, se consiguen mejor con el uso de robots. O porque estos últimos pueden ahorrar costes laborales en trabajos penosos, causantes de enfermedades profesionales, o en aquellos que requieren jornadas de larga duración. Incluso el grado de confrontación entre sindicatos y empresas puede influir sobre el uso de los robots.

Un segundo punto que nos sitúa ante la discusión sobre los robots es la contemplación de qué funciones humanas son capaces de sustituir. En este punto se advierten estudios con alarmantes exageraciones. Ante éstas, conviene recordar que la inteligencia artificial que guía al robot es sumamente específica: le conduce a ser apto para realizar una actividad muy concreta, por más que ésta sea tan llamativa como jugar al ajedrez y ganar a grandes maestros. No le pidan a esa inteligencia que pase a continuación a jugar al parchís: sería lo más próximo a una tortura robótica. Por el contrario, la inteligencia humana es genérica: sirve para conducirse en innumerables situaciones diferentes y para aprender de unas y otras cuando se presentan circunstancias desconocidas. Somos capaces de detectar los matices que encierran las palabras en cada registro lingüístico, de llevar gran parte de la comunicación al lenguaje corporal; y, lo que es todavía más importante, disponemos del conocimiento tácito.

Los robots pueden acumular en sus memorias enormes cantidades de conocimiento codificado mediante sus programas de reconocimiento y la inteligencia artificial les ayuda a profundizar en su uso, imitando diversas pautas de la actividad o conducta humana. Sin embargo, no le pidan que sea capaz de detectar los sesgos de las personas que crean los algoritmos, la cultura de las relaciones humanas, la imaginación genuina, la creatividad presente en una sencilla obra de artesanía, el aprendizaje complejo que se desprende de los errores y allana el camino de los aciertos futuros, la intuición basada en la experiencia y la observación, las inconmensurables respuestas de las personas cuando interaccionan entre sí o con ese inefable intangible que denominamos cultura empresarial. Los robots se estrellan ante ese conocimiento que no necesita estar escrito para su reconocimiento y aprendizaje.

Con todo, existen razones para pensar que los robots ampliarán, como ya lo están haciendo, su presencia en nuestras vidas o en nuestro entorno; pero no necesariamente debe admitirse que el proceso abarcará una gran amplitud de tareas humanas ni adoptará acaloradas velocidades de implantación. Resulta más probable, aunque se trata de una simple conjetura, que exista un despliegue sectorial desigual, incluso en las actividades más susceptibles de robotización; una penetración dependiente de las economías de escala de los fabricantes de robots y de su resiliencia ante la obsolescencia; procesos que no excluyen picos de rápida adopción en aquellos momentos en los que la tecnología robótica consiga superar sus propias limitaciones.

Mientras, ¿qué hacer? Prudentemente, prevenir lo peor para facilitar lo mejor. Una prevención que precisa contemplar dos grandes depósitos de la productividad: el de la inversión en investigaciones dirigidas a misiones específicas, al objeto de que la producción de inteligencia artificial, su transferencia a robots y la obtención de estos últimos forme parte de la industria regional; sin juegos, yendo al meollo de la aplicabilidad. Simultáneamente, transformar el depósito de la formación: formar en habilidades genéricas, que facilitan la adaptación laboral a la fluidez del conocimiento, y en otras específicas, como el lenguaje de la digitalización. Como complemento necesario, reconocer al trabajador el derecho a una mochila de formación que le permita, a lo largo de su vida laboral, actualizar su conocimiento mientras recibe un salario formativo adaptado a sus necesidades vitales. Como puede verse, faena no falta.

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