MURCIA. Ayer me llegó un mensaje del padre de un alumno mientras yo estaba en clase pasando lista. ¿Qué puede hacer mi hijo voluntariamente para subir nota?, me preguntaba. Su hijo, de quince años, estaba por casualidad delante de mí en ese momento sacando el material de clase. Se me ocurrió que tal vez el niño era mudo pero recordé que no, que varias veces le había mandado callar. ¿Tal vez es muy tímido? No, no era tímido. Su relación conmigo era buena, incluso teníamos cierta confianza. ¿Es entonces que su padre piensa que es un incapaz? ¿Que es tan tonto que no sabe preguntarme él? Porque a mí nunca me pareció tonto...
Hay una gran cantidad de padres convencidos de que sus hijos son realmente idiotas. Porque esto no es un caso aislado: ¿Qué debe hacer mi hija para recuperar el examen? ¿Qué libro de lectura debe comprarse? ¿No le traumatizará una charla sobre transexualidad?
Voy a decir una cosa que tal vez sorprenda a muchos: no, los niños y los adolescentes no son idiotas. Siento que os tengáis que enterar por mí pero no lo son. Aunque a lo mejor, con el tiempo, entre todos conseguimos hacerlos idiotas; eso no lo descarto...
Dice el psicólogo social Jonathan Haidt en La transformación de la mente moderna que el número de niños alérgicos a los cacahuetes se triplicó en quince años desde finales de los 90. ¿La razón? Los padres, para proteger a sus hijos de esta alergia, comenzaron a comprar solo aquellos productos sin trazas de cacahuete. La industria alimentaria, adaptándose a este impulso, eliminó toda traza de cacahuete. Los medios de comunicación, atentos a este nuevo miedo, alertaron a la población del peligro del cacahuete aumentando la alerta de las madres.
Quince años después, los niños con alergia eran tres veces más. ¿Por qué? Pues por el mismo efecto de las vacunas: una pequeña dosis de la amenaza consigue que tu cuerpo cree defensas, protegiéndote y haciéndote más fuerte. Al no haberse visto expuestos al cacahuete, su cuerpo no aprendió a protegerse de él.
Vivimos en la época dorada de las alergias y la explicación es el exceso de higiene y protección. Y es que el ser humano, como el resto de seres vivos, necesita estresores y desafíos para aprender, adaptarse y crecer. Y flaco favor hacemos a aquellos críos a los que no dejamos enfrentarse al mundo por si se lían o se traumatizan o no saben qué entra para el examen y suspenden, pobres.
"la protección está empezando a ser obsesiva: Prohibir y aislar del conflicto en lugar de enseñarles a enfrentarse a él, esa es la tónica actual"
Creo que la conclusión es clara: la sobreprotección con la que se educa hoy en día es contraproducente. Los niños desde siempre se suben a los árboles o se tiran por la barandilla de la escalera porque su forma de aprender es asumiendo riesgos controlados, pequeños desafíos. Cuando juegan sin vigilancia adulta son capaces de resolver conflictos: discutir una injusticia para llegar a acuerdos, pactar una regla que no estaba clara, adaptarse al grupo… Y de paso les sirve para aprender a gestionar emociones como la frustración, el fracaso o el rechazo. Pero el problema es que hoy apenas dejamos que los niños se enfrenten al mundo. Porque estamos ahí para decirles cómo deben hacer las cosas y protegerlos. Para dar la cara por ellos en situaciones tan sumamente complejas como preguntarle al profesor qué pueden hacer para subir nota. Para salvarlos de un mundo oscuro y perverso lleno de peligros que salen por la tele y pueblan los grupos de Whatsapp.
Fue a finales de los 80 cuando la paranoia comenzó a instaurarse. La prensa amarillista nos mostró con morbo la tragedia de las niñas de Alcasser y ya no ha parado de convertir la excepción en regla. Porque vivimos en un país superseguro según las estadísticas pero en nuestra cabeza está lleno de monstruos que, como buenos padres, tenemos que evitar que rocen a nuestros hijos.
No uses monopatín no sea que te caigas. No aceptes caramelos de desconocidos no sea que te envenenen. No vuelvas solo a casa del colegio no sea que te rapten o te violen. No uses moto no sea que te mates.
Obviamente hay unos límites y se deben tomar precauciones, no digo ni mucho menos lo contrario, pero la protección está empezando a ser obsesiva. Prohibir y aislar del conflicto en lugar de enseñarles a enfrentarse a él: esa es la tónica actual.
"Cada vez hay más profesores que se autocensuran porque cualquier cosa que digan puede ser motivo de problemas"
De esta forma, los niños crecen en una burbuja, sin herramientas para reconocer problemas, resolverlos y gestionar las emociones causadas por estos. Y así van creciendo inmaduros y dependientes de los adultos. Porque en los centros educativos, como no puede ser de otra forma, prima la ultraseguridad. Los estudiantes no pueden ir de excursión sin autorización paterna hasta los dieciocho, no sea que se pierdan del grupo y vaguen por las calles durante años perdidos como Ulises, pobres; si se encuentran mal no pueden ir a su casa, por cerca que esté, si no los acompaña un adulto, no sea que los atropelle un coche, pobres (en horario escolar parece ser que son ciegos y no ven los coches venir); no pueden exponerse a determinadas charlas y opiniones de profesores por si les crean un trauma. ¡Y es que las opiniones son como balas para sus cabecitas frágiles y desvalidas!
Las decenas de autorizaciones, advertencias machaconas y reglas difíciles de entender de los centros educativos sirven principalmente para evitar los conflictos y las demandas de los padres, que creen que como consumidores del sistema escolar (la lógica del capitalismo ha permeado gravemente en todos nosotros), el cliente siempre tiene la razón. ¡Mi hijo se ha pelado las clases a mitad mañana y se ha ido al parque, voy a denunciar al director! ¡El profesor no le ha dicho que tenía que recuperar el examen al que faltó y ahora lo suspende! ¡Los han llevado a ver una obra donde salen homosexuales y somos religiosos!
Claro: tu hijo no sabía que no debía pelarse la clase, es culpa del director. Ni sabía que no había hecho el examen, es culpa del profesor. Y no sabe que existen unos seres llamados homosexuales, es culpa del teatro.
Tu hijo es gilipollas. Es un incapaz. Esa es la letra pequeña que yo leo en estos comportamientos frecuentes. Porque lo mires como lo mires este tipo de comentarios que eximen a los menores de sus responsabilidades evidentes para culpabilizar a los adultos por no vigilarlos solo pueden entenderse con la creencia de que los menores son tontos.
Y así no solo les negamos herramientas para vivir que necesitarán más adelante, sino que los emparanoiamos al decirles una y otra vez que no pueden hacer ni decidir nada sin supervisión: porque no podrás, porque el mundo es peligroso, porque te vas a traumatizar y te dolerá...
La ansiedad, la depresión, las autolesiones y los suicidios crecen entre los adolescentes. No lo digo yo, miren las estadísticas. Es muy preocupante. Y una de las claves es esta cultura de la victimización: la vergüenza de ser incapaces de resolver los problemas. El miedo a que te agredan. La paranoia que te hace ver ofensas incluso donde no las hay. Porque asumirse como víctima te asegura atención y protección de los adultos, así que cuanto más te duela mejor. El profesor me tiene manía. La orientadora me ha dicho que soy vaga. Los deberes son muy difíciles y así voy a suspender.
Cada vez hay más profesores que se autocensuran porque cualquier cosa que digan puede ser motivo de problemas. Una ironía o una broma en confianza (porque como es lógico los educadores suelen crear un clima de confianza entre sus alumnos) sacada de contexto puede parecer algo grave aunque no lo sea. Una novela o una película que trate determinados temas puede ser motivo de queja. Un comentario sobre un tema polémico puede ser motivo de ofensa. Y es que en un clima de victimización como el que vivimos, ofenderse por cualquier cosa es algo habitual.
Lo vemos cada día en todas partes, no son solo los estudiantes...
Así que, para evitarse problemas, muchos profesores, al igual que hacen los centros educativos, sobreprotegen a los alumnos de ideas heterodoxas, de polémicas, de pensamientos incómodos, de actividades y libros "peligrosos".
Y de esta forma cerramos el círculo. La educación se creó con el fin de dar herramientas y hacer pensar. Con el fin preparar a los niños y adolescentes para la vida adulta. De fomentar su creatividad y sentido crítico. Pero se nos demanda socialmente que los metamos en su urnita de cristal, no sea que se manchen, pobres.
¿Para qué sirve entonces la educación si no los prepara para afrontar los problemas, gestionar las emociones, respetar otras ideas y pensar por sí mismos?
¿Serán capaces los padres de destetar a sus hijos por segunda vez para que maduren y sean autónomos y responsables? ¿Seremos los profesores capaces de cumplir con nuestra misión pedagógica a pesar de una sociedad sobreprotectora? ¿Les daremos sus trazas de cacahuete para hacerlos fuertes?
Porque si abdicamos de educar a las nuevas generaciones no hay mucho futuro para ellos.
O sí, un futuro de profecía autocumplida: los niños se convertirán en adultos tan incapaces como la sociedad los ha convencido de que son.