MURCIA. Una mujer observa desde su garita de vigilancia nocturna las pantallas que muestran diferentes puntos de una obra en pleno proceso de construcción. Todo parece tranquilo, hasta que desde la nada aparece e impacta un cóctel molotov. De vuelta a su casa al amanecer, cansada después de toda la noche sin dormir, prepara el desayuno y pone dos platos, pero nadie se sienta a la mesa.
Estas dos secuencias, rodadas de manera tan inquietante como sugerente y precisa, sirven para presentar Ane, la brillante ópera prima de David Pérez Sañudo, una de las propuestas más estimulantes que ha dado el cine español reciente y sin duda una de las sorpresas de la temporada por su capacidad para hablar de temas universales como la relación madre e hija desde un punto de vista muy local y con un problema, el de la militancia en el País Vasco, como telón de fondo.
El director irá poco a poco dosificando la información a través de un control muy preciso de la narración. Conoceremos más a fondo a esa mujer que se sienta sola a desayunar, de nombre Lide (Patrica López Arnaiz) y de sus esfuerzos por entender la desaparición de su hija, Ane, de su miedo hacia ella. No sabe dónde está, y su repentina ausencia le hará reflexionar sobre lo poco que sabe en realidad sobre su vida. Así, comenzará un proceso de investigación (casi como si se tratara de un thriller policiaco) que irá en paralelo al drama íntimo que sufrirá al descubrir que existe un muro de incomunicación e incomprensión entre ellas.
El contexto en el que se ubica la historia es político, a pesar de que casi todo ese relato se cuente de puertas adentro (a excepción de la parte final). La acción se sitúa en algún lugar de Euskal Herria en 2009, en un pueblo de Vitoria que va a sufrir una serie de transformaciones (entre ellas algunas expropiaciones) para dar paso al tren de alta velocidad, el TAV, que generó una serie de respuestas negativas por parte de la sociedad vasca en su momento. En 2007, la organización terrorista ETA fijó esas obras como uno de sus principales objetivos, atacando a algunas de las empresas constructoras.
Pronto descubriremos que Ane (Jupe Laspiur) es simpatizante de los movimientos anticapitalistas y abertzales y que lleva una vida paralela al margen de instituto, al que ha dejado de asistir. Ha elegido el activismo y ha dejado a un lado a su familia, enfrentándose directamente a todas las estructuras de poder que tiene a su alrededor, incluida la figura materna, que además es trabajadora de una de esas empresas y, por tanto, ‘una mercenaria del Estado’.
Lide tendrá que hacer malabarismos para entender su situación en ese pequeño mundo en el que vive, repleto de contradicciones y lastrado por la culpa, un mundo cada vez más pequeño y asfixiante en el que las decisiones del pasado parecen tener siempre resonancia en el presente.
Patricia López Arnaiz da vida a esta luchadora incansable con una determinación apabullante. Visceral, transparente, la actriz consigue una interpretación memorable tanto en los silencios como en sus torrenciales líneas de diálogo en euskera.
El director novel sabe cómo medir la intensidad de cada una de las escenas a través de una exquisita planificación en la que cada movimiento de cámara tiene un sentido y se encuentra de lo más meditado. Se decanta por escarbar en el espacio íntimo y doméstico de los personajes para examinar de qué forma los elementos externos afectan a lo personal, de qué forma la pertenencia a ese entorno Kale borroka es capaz de generar brechas insalvables, tanto en las familias como en una sociedad lastrada por la violencia.
Así, pasamos del género noir al drama familiar, del choque generacional al ideológico, en una película que pone en la mesa muchos temas delicados en torno a la decepción vital (en el caso de Lide como mujer y como madre), así como, desde el punto de vista político, se atreve a aportar una mirada diferente a la sociedad vasca después de ETA, todavía repleta de fantasmas y miedos, de heridas sin cicatrizar.