He vuelto a Benimaclet antes de que entre la piqueta asesina. Quería despedirme de un barrio que dejará de ser como lo conocí. Aquí viví a comienzos de siglo. Fue mi patria chiquita. Curiosa mezcla de lo viejo y lo joven. Pronto será historia
VALÈNCIA. Hace veinte años me fui a vivir a Benimaclet. Para quien lo ignore, Benimaclet es un barrio del norte de València. Antes fue pueblo y pedanía. Veinte años no es nada o es mucho, según se mire. Llegué en 2004 y me marché en 2010. En ese tiempo llevé una vida apacible, viviendo de mi trabajo de periodista. Incluso hubo días en que fui feliz. Los caseros fueron fantásticos; sólo los vi dos veces: al firmar el contrato de alquiler y al entregarles las llaves y recuperar la fianza.
Estoy casi de vacaciones. He venido a Benimaclet a pasar la mañana. El termómetro marca 35 grados centígrados. He aparcado frente al Cottolengo del Padre Alegre. Una estatua de Cristo me anima a convertirme: «Venid a mí». Nada ha cambiado. Todo sigue como lo dejé: el silencio del lugar es roto por el canto borracho de las chicharras, el ruido de los tranvías y las voces apenas audibles de los enfermos que llegan desde los balcones.
«El campo de batalla se ha ampliado. En los balcones cuelgan el cartel Aturem el PAI. Se anuncian un millón de viviendas (¿o serán diez?)»
Cuando viví en Benimaclet, el barrio era un cruce entre lo viejo y lo nuevo. En sus calles convivían jubilados y universitarios. Y además conservaba la huella del pueblo que fue. Esta huella pervive en la plaza donde se levanta la parroquia de la Asunción de Nuestra Señora. Era un barrio tranquilo; ahora no lo es. «No botellón, aquí viven familias, pedimos respeto», se lee en un grafiti. Carteles y pintadas reflejan la voluntad de algunos por convertir a Benimaclet en un espacio combativo en la ciudad. Se convoca a la revolta, a defender la huerta, a solidarizarse con el pueblo palestino, mientras se organizan muestras de libros anarquistas. El campo de batalla se ha ampliado. En los balcones cuelgan el cartel Aturem el PAI. Esta amenaza no es de ahora, pero la crisis del 2008 la abortó. Hoy se anuncian un millón de viviendas (¿o serán diez?). Si el plan se ejecuta, Benimaclet dejará de ser Benimaclet. Lo siento por los vecinos y por los pequeños negocios que resisten. Veo que continúan abiertas la tienda de cortinas J. P. Baldó, la paquetería El Regalo («Aquí se forran botones»), la peluquería de caballeros Dioni; El Café de Camilo; la mercería El Cantó de Greses y la librería La Traca, que rechazó, por cierto, vender mi libro Alivio de domingo.
Por las calles Enric Navarro y Leonor Jovani dejo atrás fruterías de paquistaníes, lavanderías, bares y bazares de chinos, clínicas de estética y barberías de suramericanos («perfilado de cejas con navaja por tres euros»), hasta llegar al Centro Instructivo Musical, que se presenta como L’Ànima d’un poble des de 1910. Su estilo antiguo me gusta. Pido un cortado. Mi única compañía es la de cuatro jubilados que hablan en un idioma que podría ser el árabe, pero no estoy seguro. Dos de ellos se enfrentan en un juego de mesa desconocido para mí. Los otros dos les observan. Me siento como Paul Bowles en un café de Tánger. Pago y continúo mi recorrido. Un joven negro me grita: «¡Yo soy africano!». Otro subsahariano entra en un bar vendiendo camisetas de la selección. En Emilio Baró, bebedores de cerveza atestan las terrazas. Me pierdo por callejuelas hasta dar con un comedor de Cáritas. Es pequeño. Una familia de suramericanos come en una mesa, y un español lo hace en otra.
Por hoy ha sido suficiente. Voy a bañarme en la piscina de Atalanta y luego comeré en l’Encert. Antes de marcharme paso por delante de la iglesia de San Estanislao de Kostka, donde oía misa, en dirección a la que fue mi casa. En la calle Max Aub charlan dos indigentes, entre trago y trago de cerveza. Miro el edificio donde residí, en la calle Músico Martínez Coll. Sentado en un banco, pienso en los años transcurridos. Un suspiro. Observo los terrenos en donde se levantarán colmenas de pisos, y me da tristeza. Lo llaman progreso, pero no lo es. Sólo nos queda el regreso. No volvería a vivir en Benimaclet. En los nidos de antaño, no hay pájaros hogaño.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 119 (septiembre 2024) de la revista Plaza