VALÈNCIA. Cuando escribo estas líneas todavía no se conoce el número exacto de víctimas mortales de la Dana, porque continúan las labores de identificación y búsqueda de personas desaparecidas. Las casas, puentes y carreteras serán reconstruidos, los negocios volverán a funcionar en los próximos meses, pero el irreparable dolor de las pérdidas humanas persistirá, unido a la incomprensión y la rabia ante la certeza de que muchas de esas muertes podrían haberse evitado con un eficaz sistema de alarma.
Claro que es fácil decirlo una vez pasada la catástrofe, pero en este caso los meteorólogos no fallaron y no fueron pocas las instituciones públicas y privadas que actuaron de forma preventiva. La Universitat de València lo hizo la noche anterior, y la Diputación, mencionando expresamente un riesgo muy alto para la población, suspendió la actividad a las 14:00 horas, ante los avisos especiales de la Agencia Estatal de Meteorología (AEMET) y del Centro de Coordinación de Emergencias @GVA112. Muchas empresas también cerraron a mediodía o mantuvieron a sus trabajadores en sus instalaciones ante el peligro. No fueron suficientes.
Todos los centros educativos, entidades públicas, empresas, todos deberían haber parado obedeciendo a las autoridades competentes que, sin embargo, no percibieron ese riesgo extremo. En su ADN político no está tomar en serio las advertencias de la ciencia, hasta que estamos en el fango. Esos expertos a los que tildan de catastrofistas, de querer fastidiar o, peor aún, de obedecer a los oscuros intereses de la Agenda 2030, mentada como la Spectra de las películas de James Bond, no saben ya qué hacer para que los que trabajan por el bienestar y la seguridad de todos ejerzan con responsabilidad.
Muchos medios de comunicación —me refiero a los que hacen periodismo, no a los creadores y difusores de basura— también prestaron atención a la emergencia y podían verse en televisión imágenes de lo que estaba sucediendo por la mañana en pueblos como Chiva.
Tras la tragedia, los expertos confían en que este sea un punto de inflexión para incluir en los proyectos de reconstrucción medidas que vayan más allá de repartir ayuda, contar daños y regresar a la rutina, porque esta vuelta a la normalidad sin más lleva a un mayor número de desastres, cada vez más virulentos y no del todo naturales. Los recuerdos de propuestas de planes de intervención para riadas en la cuenca del barranco del Poyo, dejadas en un cajón hace casi veinte años, se suman a las políticas de adaptación al cambio climático que se discuten en multitud de reuniones y se anuncian en eventos corporativos, pero no se aplican, más bien al contrario.
De nuevo, repetimos: el cambio climático es aquí y ahora. No solo han de creerlo los responsables políticos, también los ciudadanos deben ser conscientes del incremento del riesgo que trae consigo el calentamiento global. Dejando aparte a los negacionistas recalcitrantes, a muchos otros les suena a ciencia ficción o creen que la alarma y la urgencia son exageradas. Desgraciadamente, si la alerta de protección civil a los teléfonos móviles se hubiera enviado seis horas antes, más de una persona la habría obviado. Tenemos una percepción del riesgo muy baja, se desconfía de los políticos en general y se ignora a los científicos, mientras se escucha a cuñados y a repugnantes propagadores de bulos. En esos avisos, que tanto cuesta redactar, habrá que poner mensajes tan claros como el que lanzó la alcaldesa de Tampa ante la llegada del último huracán a Florida: «Si os quedáis, vais a morir». Queda reflexionar sobre el marco legal para mejorar los protocolos de actuación y la cultura de prevención de riesgos. Además de maquinaria pesada, necesitamos invertir en concienciación.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 122 (diciembre 2024) de la revista Plaza