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Todo lo que el tándem Ryanair-Airbnb cambió de València

Tras 25 años de fijación por la imagen que proyectaba ante el exterior, València ha obtenido la recompensa de su modelo. Ahora se enfrenta ante un desafío complejo: seguir siendo una ciudad útil para sus ciudadanos en un contexto en el que su aeropuerto ha duplicado su volumen en menos de siete años 

| 26/05/2024 | 12 min, 14 seg

VALÈNCIA. Unas semanas atrás le pedían al comisionado del Corredor Mediterráneo, Josep Vicent Boira, una definición sobre «a qué juega València»; cuál es su modelo. La pregunta era del podcast de la editorial de ensayos Arpa (con sede en Barcelona), y Boira hacía un intento de síntesis a partir del turismo. Del viaje desde aquella definición que a finales de los sesenta el autor inglés Kenneth Tynan hizo de la ciudad, señalándola como Capital Mundial del Antiturismo, hasta convertirse en un destino boyante. «En València se posa una fealdad ruidosa (...). Algunas personas se van de vacaciones para conocer a extraños, otros van para encontrarse a sí mismos. Para este último grupo, València, capital mundial del antiturismo, es el escondite que buscan», escribió Tynan.

Cómo se ha pasado de aquello a esto (cerca de 5,6 millones de pernoctaciones en 2023, más de nueve millones de pasajeros en el aeropuerto de Manises) puede explicarse desde dentro o desde fuera. En términos de mercado, València se reformuló a partir de la búsqueda de reconocimiento exterior, y lo obtuvo. Su modelo ha sido un éxito. Por tanto, hay una carga de méritos propios y de habilidad para entender el porvenir de ciudades en su mismo rango jerárquico. Pero habría que matizar la soberanía de las ciudades para definir su propia oferta: especialmente sucedió por una corriente global que cambió las cosas a un ritmo como pocas veces habían cambiado. València estaba en el lugar adecuado, en el momento preciso. 

Las costuras que delimitaban los centros urbanos estaban a punto de estallar. Fuera corsés. El tránsito iba a reventar los límites. El mercado aéreo de la Unión Europea alzó el vuelo de la desregulación a mediados de los noventa. Las compañías podrían trazar a conveniencia sus propias líneas entre ciudades. Los vuelos de bajo coste acababan de nacer. Ryanair, donde un joven Michael O’Leary había pasado de contable a consejero delegado, lo celebraba saliendo a bolsa, comprando 45 nuevos Boeing 737-800 y vendiendo sus billetes por internet. Pretendía abaratar los costes fulminando a los intermediarios (agencias, comisiones, ciudades). En el curso del 2000 hacia 2001, y partiendo de cero, el 75% de sus billetes pasaron a venderse por web. No es un cambio de formato; es un cambio de comportamiento. Fue un parteaguas para el funcionamiento de las urbes. 

Pronto se verían los efectos. En 1998, tomando a España como ejemplo, llegaron casi 42 millones de turistas. En 2017 más de 82. No se trata de ninguna excepción ibérica. A nivel global, en 1998 se dieron cerca de 600 millones de viajes turísticos, en 2012 ya eran 1.035 millones y en 2019 se alcanzaron los 1.500. En apenas dos décadas, el número de turistas aumentó casi en mil millones. Uno de cada siete humanos realiza viajes internacionales. En 2002 la terminal de Manises apenas veía pasar a 2,2 millones de viajeros; en 2023 se rozaron los diez. ¿Estaba preparada la ciudad para un cambio tan inmenso, tan abrupto, en tan poco tiempo? Es más, ¿estaban preparadas las ciudades como la nuestra para plantearse sus efectos (los beneficiosos y los no tan beneficiosos)? Claro que no: ¡nos estaba tocando el Gordo y debíamos poner cara de afortunados!

El premio, como la lotería de Navidad, estaba muy repartido. Ciudades que apenas habían chupado de las ubres turísticas pasaban a amamantarse principalmente de ellas. El turismo low cost definitivamente había ‘democratizado’ el turismo. En 1950, los quince primeros destinos acaparaban el 98% de las llegadas internacionales; en 1970, bajaba al 75%; en 2007 ya solo absorbían el 57%. Fue un proceso —suele definir el autor Carlos A. Scolari— de globalización del turismo. 

Desde entonces, muchas ciudades han dejado de mirarse a sí mismas para pasar a atender al cielo ante la llegada del próximo Ryanair. El remedio que todo lo cura. El impacto ha sido tan severo que incluso ha alterado las narrativas propias: el relato nítido para dar la bienvenida ha dado el sorpasso a los mensajes intraurbanos. 

Si los aviones eran la puerta de entrada a las ciudades, una vez en ellas, harían falta alojamientos. Airbnb comienza a partir de la terminación de Ryanair. Esta montaña de números viene dada por su principal motor: la digitalización. La aceleración del uso turístico ha tenido lugar porque por primera vez podía darse a un ritmo tan alto. Y ante ello nuestras ciudades reaccionaron como el niño que abre las manos en una cabalgata de Reyes: intentado obtener el mayor número posible de caramelos. Estábamos más preparados para el efecto 2.000 que para el ticket Ryanair-Airbnb. 

Una prueba de cargo de la dependencia de ambos factores (aerolínea lowcost + plataforma de alquileres turísticos) llega por las cifras en el período 2015-2023. Valencia pasó de tener un tráfico en su aeropuerto de cinco millones de pasajeros (2015) a los 9,9 de 2023. En el mismo lapso de tiempo, como escribía Guillermo R. Gil en Valencia Plaza, los alquileres subieron más de un 50% en 26 barrios de la ciudad desde 2015, y al menos un 30% en el resto de demarcaciones. No es una correlación (más bien un ejercicio de colateralidad) que lo explique todo, pero la conjunción entre Ryanair y Airbnb explica muchas cosas. Son fenómenos de una misma causa, con resultados igualmente explosivos. 

Más que un prodigio o un desempeño milagroso, València encajó en el mismo molde que ha cambiado la cara de múltiples ciudades. Aunque su transformación ha sido todavía más abrupta: la crecida de turistas en España entre 2009 y 2019 se sitúa en torno a un 60%; en el mundo es de un 70%, y en València alcanza un 110%. 

Producto del sentimiento a medio camino entre la euforia y el desconcierto que genera ver pasar a tanta gente por el centro de nuestra ciudad, los ayuntamientos y sus oficinas estrenan nuevo relato: la necesidad de modular el tipo de visitantes que viene. Responde a una pauta bien obvia por la que un destino quiere clientes y una vez tiene su oferta cubierta quiere clientes que paguen más. La búsqueda del aburguesamiento de la clase turista. 

Sucede a partir de una premisa, si no equivocada, bastante exagerada: la creencia de que ciudades como València deciden el tipo de turistas que reciben. Pero ¿no está siendo al revés? Al igual que cuando se aceptan las cookies en la entrada de una web, una vez la ciudad recibe información sobre cómo se comporta toda esa gente que la visita, el siguiente paso es adaptar sus formas al tránsito. 

Sobre la Gran Vía madrileña se encendieron las alarmas lingüísticas cuando se supo que 121 de los 185 comercios a lo largo de la avenida tienen sus nombres en inglés e ignoran el español. La transformación se ha dado esencialmente a partir de la segunda década del siglo. Una razón cincelada en el mismo Excel: si en 2007 en Madrid pernoctaban 7,3 millones de turistas, en 2019 eran 14,2. Demanda, cookies, adaptación. En València, en el eje peatonal entre las calles María Cristina y San Vicente, de los 120 comercios abiertos, solo 39 conservan sus rótulos en español. El estudio de geolocalización de turistas encargado por el gobierno local concluye que de cada diez turistas internacionales detectados, cinco pasan por ese mismo eje. Las fachadas, cookie a cookie, se mimetizan con quienes las consumen.  En las ciudades, de tanto querer hablar como hablan aquellos a quienes deseamos, dejamos de expresarnos con el lenguaje de quienes somos. ¿Quién se adapta a quién?

La comparación entre el avance de pasajeros totales en el aeropuerto de Manises y el avance en el mismo destino de pasajeros de Ryanair —el principal operador en València— es reveladora. Si desde 2005 a 2007 Manises se empinaba, Ryanair seguía la misma tendencia; si en 2008 Manises sufría un retroceso, Ryanair en Manises sufría el mismo retroceso; si desde 2009 a 2014 había una cierta atonía en Manises, el empeño de Ryanair en Manises se resolvía con esa misma atonía; si de 2015 a 2019 se disparaba, el tráfico en Manises, de la misma forma Ryanair en Manises se disparaba; y si tras la pandemia Manises escalaba tan alto como una acción de moda, Ryanair en Manises hacía lo propio. Al punto de tener que cuestionarnos si es Ryanair quien tiene una evolución similar a Manises porque calca sus tendencias o sucede justo al revés: si las tendencias de Manises, y por tanto de València, se ajustan como un traje ceñido a la capacidad de la low cost para hacer circular pasajeros. 

En uno de sus diciembres más cortos, el de 2008, Manises contó con 302.000 pasajeros cuando en el del año anterior fueron 430.000. ¿Qué sucedió en 2008? Ryanair cerró su base y canceló la mitad de sus rutas tras no llegar a un acuerdo de colaboración con la Generalitat Valenciana. Si en 2009, la dependencia de Manises respecto a Ryanair era de un 21%, en 2023 ha superado el 42%. Es probable que vaya en aumento, teniendo en cuenta el anuncio que al principio de este año hacía la compañía irlandesa: desde verano saltará de siete a nueve aviones con base en Valencia, y sus previsiones pasan por aumentar su tráfico un 19%. 

Uno de los ‘pensadores’ que mejor ha explicado las dinámicas habituales en la captación de visitantes ha sido Joan Gaspart, quien fuera durante 26 años presidente de Turisme Barcelona (TB), además del Sr. Burns del palco del Barça. En un alarde de sinceridad (se agradece frente a tantos discursos turísticos cargados de homeopatía), Gaspart contestó esto a El País a propósito de cómo regular la llegada de turistas:

→  «Tenemos que ser conscientes de que cuando vendes un producto, la Coca-Cola por ejemplo, lo haces para vender el máximo número de cocacolas. Cuando promocionas Barcelona, intentas vender la ciudad al máximo número de gente».

Como cuenta el periodista Ramón Aymerich en el libro La fàbrica de turistes, en pleno trance olímpico, los hoteleros habían quedado fuera de la dirección de la Cámara de Comercio de Barcelona. Para llegar a un acuerdo y no sufrir la rebelión de la patronal de los hoteles, «el presidente de la cámara aceptó poner dinero para la creación de una sociedad destinada a fomentar el turismo». ¿Quién la iba a presidir? Joan Gaspart, con una Coca-Cola en la mano. Así nació Turisme de Barcelona. Debe sorprender poco, por tanto, que la narración de los beneficios turísticos se haya fijado a partir solo del volumen, y no del valor para con la ciudad.

Dedicar tiempo y esfuerzos a bocetar el retrato robot de su turista ideal puede resultar útil como marketing interno, pero tiene un nivel escaso de eficacia. Ámsterdam, que en los últimos años ha comenzado a quejarse de su exceso de viralidad, lanzó una antipromoción segmentada para varones ingleses entre 18 y 35 años a los que quiso decirles que no se acercaran al centro. Para no acoger sus despedidas de solteros, ni sus borracheras de bar en bar, creó la campaña de alejamiento Stay Away. Carteles en la calle, vídeos en redes. Los ingleses debieron reaccionar extrañados: si todo este tiempo nos habéis pedido que hiciéramos todo esto… Una vez el vaso se había colmado, ya no estaba bien visto destapar la felicidad en Ámsterdam. La prueba de hasta qué punto resultaba difícil modular a los visitantes llegó con los resultados de la campaña: la agencia británica especializada en despedidas de solteros The Stag Company desveló que desde el lanzamiento del Stay Away la ciudad holandesa había pasado del puesto doce en la preferencia de sus clientes hasta alcanzar el primer puesto; las reservas aumentaron un 403% respecto al año anterior. El producto se había vendido tan bien que incluso cuando quería dejar de venderse los clientes seguían haciendo cola. 

Parafraseando a Gaspart, cuando hay cocacolas, se venden cocacolas. El tándem Ryanair-Airbnb es una embotelladora feroz. Lo que una ciudad sí puede hacer ante tal cantidad de volumen es ejercer justo de eso: de ciudad. No equivocar su misión con la de un centro vacacional ni vivir de una inercia que provoca su mimetización ante quienes la visitan. Desde luego, el debate respecto a la tasa turística llega trucado si se formula a partir del éxito de la fórmula comercial (entre ciudad o marca: marca), pero deja pocas dudas si se enuncia a partir de la necesidad de la urbe (entre ciudad o marca: ciudad).

El célebre publicista Toni Segarra da en el clavo: «Me pone nervioso que intentemos reducir Barcelona a una marca (…). Una marca es una simplificación: trata de sintetizar una cuestión compleja para ponerse en el mercado y ser comprada (…), pero una ciudad es una cosa muy compleja, con millones de necesidades distintas», le contaba al diario The New Barcelona Post.

Ante un escenario de incrementos vertiginosos (recordemos, en 2015 Manises tenía cinco millones de pasajeros, este año tendrá al menos el doble), ciudades como València necesitan recordarse el principio que enuncia el periodista Marco d’Eramo a partir del umbral que separa una ciudad turística de una ciudad que vive del turismo: «Mientras el flujo de los visitantes no supera este umbral, los turistas disponen de servicios y prestaciones pensadas para los residentes. Superado este umbral, en cambio, los residentes se ven obligados a disponer de servicios pensados para los turistas».  

* Este artículo se publicó originalmente en el número 115 (mayo 2024) de la revista Plaza

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