La novela Noruega de Rafa Lahuerta es un fenómeno literario desde su publicación hace justo dos años, tras ganar el Premi Lletraferit 2020. Un tiempo suficiente para conocer la mirada propia de Lahuerta y la gran novela de València
VALÈNCIA. La novela Noruega de Rafa Lahuerta (Valencia, 1971) es un fenómeno literario desde su publicación hace justo ahora dos años, tras ganar el Premi Lletraferit 2020. Además de docenas de elogiosas críticas, ha vendido 20.000 ejemplares hasta la fecha, la gran mayoría en valenciano —hay una edición en castellano—. Una novela que entusiasma a un público transversal y cuya popularidad ha crecido exponencialmente por la recomendación de los propios lectores en redes sociales. Lahuerta, que en sus colaboraciones en prensa apostilla sencillamente «socio del Valencia C.F.» junto a la firma, ya asombró a todos con La balada del bar Torino (2016), en la cual, con el pretexto del fútbol y el Valencia C.F., aborda ya algunos de los grandes temas de Noruega a través de la relación con su padre, presente o ya ausente, y de la profunda huella que dejó en él. Pese a su éxito rotundo como escritor, Lahuerta sigue trabajando, con la humildad de siempre, en la papelería donde lo lleva haciendo desde que cerró el horno de su familia. La misma humildad con que seduce a centenares de lectores también en la distancia corta, en clubs de lectura, actos académicos o firmas de libros.
Tanto es así que este verano me asaltó un tipo de unos cincuenta años en la piscina comunitaria. Me conocía, me leía, pero sobre todo sabía que yo era amigo de Lahuerta. Me contó que su esposa, andaluza, se había mostrado escéptica cuando lo vio con un libro de 400 páginas en valenciano entre las manos y que se lo leyó en dos noches. Uno de los miles de fans de Noruega.
Lahuerta viste chaleco reglamentario. «Es el gran invento del siglo XXI —explica—. Sirve para no pasar frío en el trabajo y para esconder la barriga. Es perfecto».
—Noruega entusiasma a lectores de cualquier perfil, aunque no es un libro fácil de digerir.
—Esa es la gran sorpresa ya que es una historia triste y ácida. Imagino que cada lector ha hecho suya la novela y eso genera una satisfacción íntima.
—Las críticas hablan de un texto rotundo, vibrante, de personajes con nervio… pero tiene que haber algo más que explique el fenómeno Noruega.
—Ese es el misterio de la literatura. ¿Por qué de repente un lector hace suya una novela de una forma visceral? No sé explicarlo. Dejé caer Noruega y ya es de todos. Pongo distancia y escucho interpretaciones. A menudo son maravillosas. Algunas jamás las hubiera imaginado.
La playa del mercado no era una playa sino el brazo incorrupto del Turia, un relato bíblico que circulaba por las tabernas incluso antes de que nuestro primer Sanchis llegará a Valencia en 1923». Dicen que hay inicios de novela que te noquean. La platja del mercat forma ya parte del imaginario valenciano.
—¿Podrías llegar a reconocerte como escritor de éxito?
—Escritor y éxito son un oxímoron. Está sucediéndome algo muy bonito que intento ver con perspectiva. Noruega genera una emoción íntima, da con esa tecla. Las interpretaciones y los análisis están bien, son inteligentes, pero lo importante es esa emoción, que emerge, porque desde la primera página se ve que hay una historia personal, una verdad contada sin autocensura. Esto el lector lo detecta.
«Hablaré con el amigo cabanyalero de Lahuerta, Felip Bens, el de la historia del Llevant. Y leeré su novela El caso Forlati, dicen que es buena».
—Aquí estamos, Rafa. Nos mentiste. Afirmaste que La Balada del bar Torino (2016) era debut y despedida.
—Era mi idea. Pensaba que ya lo había dicho todo, pero el amigo Sanchis se subió conmigo a la bici estática en que escribo. Se impuso su voz y dejé que fluyera. Era un juguete. Hacía y deshacía. De repente irrumpía un personaje nuevo y necesitaba saber cómo evolucionaría. Creía que estaría siempre jugando con Noruega y que nunca se publicaría. Soy un artesano de la literatura. Es un espacio de máxima felicidad, de placer, de serenidad. Eso me llena.
«los libros y las películas me han hecho como soy, pero sobre todo ha sido la mirada amorosa hacia la ciudad, una mirada que no descansa nunca»
—La balada ya tuvo excelentes críticas.
—Eso, sin duda, ayudó a Noruega, que funcionó como una mancha de aceite gracias al boca-oreja. He tenido mucha suerte con la calidad de los lectores, que hicieron suya la novela y fueron fundamentales en el éxito.
—¿Qué hay en Noruega de nostalgia y qué de memoria?
—Hay ausencias y a veces es difícil diferenciar la nostalgia de las ausencias. Mi idea es reconvertir la enfermedad que es la nostalgia en la vibrante necesidad de la memoria, que nos ayuda a vivir, a comprender lo vivido y a mirar el día a día y el futuro con esperanza, manteniendo encendida la llama de los que nos precedieron. La memoria nos da perspectiva. Es un aprendizaje básico.
—¿Sientes nostalgia de la València de los años ochenta y los noventa, de las rutas en Vespa que te convirtieron en un observador privilegiado?
—No. Había miseria moral, dolor, gente que sufría. Eran circunstancias hostiles, pero coincidían con mi juventud, con mi iniciación al mundo desde la vitalidad y el entusiasmo del descubrimiento. Eso deja una impronta y te invita a volver, literariamente, a las épocas en que has vivido con más intensidad. Después lo que haces es administrar ese bagaje.
—¿Hay una enseñanza suprema en la València underground de aquellos años?
—En esta vida se puede aprender de todo, siempre que tengamos ganas de observar y capacidad de reflexión. En los márgenes he visto gente fantástica y también idiotas. Es fundamental tener capacidad de digerir lo que sucede. Conseguirlo es trabajo de cada uno, sobre la base, lógicamente, de su formación, de su educación.
—¿Quién escribirá dentro de tres décadas la València de hoy?
—La necesidad de contar historias es universal. Seguro que hay gente que lo hará con su mirada y su voz propia.
—Calle Zurradores, Comidas Esma.
—Esma era un espacio mítico. Me gustaba pensar que si Vázquez Montalbán tenía Casa Leopoldo, yo tenía Comidas Esma.
—Cuando viajas por València en tu Vespa, ¿sientes cierta confusión por los estratos de ciudad que ya han emergido en Noruega y en La balada del Bar Torino? ¿Cuántas Valencias habitan en ti?
—Ahí está la gran frase de Julio Bustamante que Vicent Baydal ha hecho viral: «València no s’acaba mai». Uno de los grandes privilegios de mi vida es viajar por mi ciudad a diario, consciente de esa riqueza infinita. En cada viaje descubro algo. Siempre. Son momentos de gran lucidez. Los libros y las películas me han hecho como soy, pero sobre todo ha sido la mirada amorosa hacia la ciudad, una mirada que no descansa nunca. En las reflexiones durante esos viajes, y en la felicidad absoluta que representan, está la clave de mi forma de narrar.
«el fútbol es lo que más ha influido en mi vida, porque creo que es lo único que no acabo de controlar del todo»
—Noruega está trufada de influencias cinéfilas y literarias.
—No sé cuántos libros he leído, ni cuántas películas he visto, pero lo importante es la forma personal en que los he interiorizado, con una mirada propia. Es lo más importante que tiene una persona: la mirada propia. Todos tenemos la obligación vital de encontrarla. Una vez la tienes es sencillo escribir. Lo principal, lo más difícil, ya lo has conseguido.
—¿Qué se nos fue cuando cerraron los cines Albatros?
—Los Albatros y yo tuvimos una intensa relación personal. Mi adolescencia está marcada por el fútbol y el mundo de las gradas. Leía poco y no iba al cine. Estaba desubicado. Al abrir los Albatros, la cafetería nos pedía el pan y yo lo llevaba a diario. Muchas veces me dejaban entrar. Al principio no entendía nada. ¿Versión original? ¿Qué hago aquí? De repente, un día, me di cuenta de que me lo pasaba bien. Empecé a ir de forma compulsiva y a comprar la Turia. Mi vida se transformó, gracias al pan. Así me aficioné al cine y eso fue decisivo para revitalizar mi pasión lectora. Recuerdo perfectamente el fin de semana que cerraron los Albatros: coincidió con el último partido en Mestalla de Baraja… Aquella programación de cine independiente de Albatros y Babel fue lo mejor que le pudo pasar a València. Fuimos unos grandes privilegiados. No hay que olvidar la Filmoteca. Por cierto: la primera vez que fui a la Filmoteca fue contigo, en 1993. ¿Te acuerdas [Felip Bens]? Vimos Bob le flambeur (Jean-Pierre Melville, 1956). Sí, sí, nos conocemos ya cerca de treinta años…
—Vaya, tu legendaria memoria… Oye, ¿la mirada propia es anterior o está marcada por la epifanía de los Albatros?
—Fui un niño muy condicionado por la discapacidad de mi hermano, que nació cuando yo tenía tres años. No podía hablar y yo lo hacía por él y por mí. Mi madre me decía: «hijo, eres muy raro». Supongo que necesitaba defenderme de esas circunstancias anómalas. Es posible que en aquel momento mi mirada ya estuviera encaminada.
—¿Qué me dices de las librerías?
—En mi familia, aparte del pan, hay una rama papelera. A principios de los años noventa, mi padrino tenía una papelería por la calle Albacete con sección de libros. Siempre que iba me regalaban un Alianza de bolsillo. Con veinte años leí a Borges, a Freud, a Stendhal… Fue otro momento mágico. Y las librerías, claro. Recuerdo muchas que ya no están. Fui muy feliz en Leo, aunque no duró mucho. En París-Valencia, por supuesto, en Viridiana, y ahora también en Ramón Llull, Izquierdo, Soriano, Bangarang…
—¿Y los bares?, ¿la noche?
—Yo he sido hombre de bar, pero de almuerzo, café y tertulia… Por la noche salía en busca del tesoro, de la atmósfera, de espacios que ya vinculaba con el mundo de la literatura. No he sido un festero. Salía solo. Lo he hecho siempre. Así conoces gente, pasan cosas… Después me encontré al gran Juanjo Almendral en La Edad de Oro, que fue como un hermano mayor: me abrió puertas, me presentó gente, me recomendó libros y películas. En aquella barra de la calle Generoso Hernández jugaba en casa.
«'NORUEGA' ES DEUDORA DE MUCHOS ESCRITORES. SI NO HAS LEÍDO A LOS GRANDES NO PUEDES ESCRIBIR ABSOLUTAMENTE NADA. CAMUS ES UNO DE ELLOS»
—La noche es hoy otra cosa.
—Cada generación inventa su manera de pasarlo bien y de estar en el mundo. Siempre habrá espíritus memoriosos y lacrimógenos como nosotros, que somos unos sentimentales, pero lo harán a su manera porque la vida es renovación, transformación.
—¿Existe un retrato literario de la València de la juventud de nuestros padres?
—Hay aproximaciones: Manuel Vicent, Joan Francesc Mira. Ferran Torrent ya es más joven. Recuerdo Vuelo IB-947 (1975), de Néstor Ramírez, que hablaba de aquella València de los cincuenta y sesenta. También María Beneyto, en El río viene crecido (1960).
—La balada... es una novela de la vida, de la relación con tu padre a través del fútbol. Seguimos vibrando, pese a todo, con el fútbol. ¿Estamos condenados a que se nos mire de lado?
—El sentimiento en el fútbol es pureza, amor desinteresado. No renunciaré jamás a esa felicidad, esos nervios, esa pasión. El fútbol es lo que más ha influido en mi vida, porque creo que es lo único que no acabo de controlar del todo. Aún me transforma el estado de ánimo como pocas cosas. Soy una persona sin complejos en este sentido: el Valencia para mí es importante y seguirá siéndolo.
—Por momentos has necesitado escapar de ese mundo absorbente.
—Sí, pero una cosa es tomar distancia y otra dejarlo. La pasión es tan grande, tan voraz, que a veces te hace enfermar y pasar por cosas que no quieres vivir. Entonces te distancias, pero forma parte de mi vida. Sería renunciar al espacio donde más he vibrado y sentido en mi infancia y mi juventud. He estudiado la enfermedad, conozco los síntomas y cuando veo que entro en un estado más patológico tomo distancia. Controlo. Eso creo, vaya.
—¿Quién es el más grande de todos?
—Noruega es deudora de muchos grandísimos escritores. Si no has leído a los grandes no puedes escribir absolutamente nada. Camus es uno de ellos. Sanchis se llama Albert por él. Fue el escritor que me transformó de una forma radical e inspiró mi vocación literaria. El extranjero es el libro suyo que más veces he leído, pero La caída me golpeó con fuerza.
—Al recoger el Premi Lletraferit anunciaste que regalarías la estatuilla de Jaume Chornet a tu madre. ¿Cómo ve ella todo esto?
—Es una mujer muy exigente con los libros. Le gustó. Lo ha tenido muy difícil en la vida. Ha trabajado duro y tiene una sabiduría increíble. No lo exterioriza, por su forma de ser, pero creo que está moderadamente contenta.
—En la página 347 de Noruega leemos que el error más grave en la vida es no ser capaz de hacer feliz a nadie. Has hecho felices a miles de lectores. ¿Y tú?, ¿eres un hombre feliz?
—Siempre buscamos atmósferas positivas que nos hagan sentir felices: la de la serenidad, la de la calma, la de la mirada amplia. Ahí estriba la clave del equilibrio personal, que es lo que yo busco y necesito para sentirme bien. Conozco las fórmulas, pero el día a día puede tener interferencias que te alejen de esas atmósferas.
—Los miles de fans de Noruega se sienten huérfanos. ¿Qué se viene?
—Estoy escribiendo, porque siempre estoy escribiendo, pero ya veremos. Mi cima es Noruega. Debo asumirlo y vivir con ello. En Noruega está todo lo que quería contar.
Rafa Lahuerta te coge de las solapas. En cada conversación, en cada entrevista y en cada columna, en La balada del Bar Torino y en Noruega. Lo hace como secundario de lujo de su propia novela. Como autor, en la distancia corta, en tertulias y presentaciones. Pero sobre todo como escritor que se cuela en la intimidad: te coge de las solapas y te zarandea. Noruega y Lahuerta son ya hitos de la literatura valenciana.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 98 (diciembre 2022) de la revista Plaza
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