MURCIA. Hace mucho tiempo, allá en un lejanísimo dos mil uno, en el festival de belleza Miss España, el embajador de Rusia puso en un aprieto a una de las mises, Miss Melilla, al pedirle sin compasión y a bocajarro que condensase en veinticinco palabras lo que supiese de su país. La pregunta, lógicamente, cogió a la participante desprevenida y desinformada, pudiendo articular tan solo unos dramáticos balbuceos en los que aseguraba que era un país en el que vivía gente maravillosa y que recientemente, en el tema de la política, había vivido algunos cambios. No fue una situación agradable de ver. ¿Qué necesidad había de ser tan cruel? Si hubiese preguntado al menos por Estados Unidos, otro gallo habría cantado, pero, ¿Rusia?
¿Ese país permanentemente helado en el que una gente rubia y con los ojos azules pasa el tiempo bebiendo vodka, siendo comunista, viéndoselas con osos y cantando Kalinka malinka con una ushanka [el gorro de pelo típico que todos podemos imaginar]? El espectáculo ofrecido por Miss Melilla solo fue un ejemplo del amplio desconocimiento que el mundo profesa a Rusia, siendo especialmente para hacérselo mirar en el caso de los europeos, quienes para bien o para mal convivimos con esta vastísima potencia que nos surte de energía, de materias primas, y de muchas preocupaciones. ¿Por qué sabemos tan poco de Rusia en Europa? Es cierto que sabemos muy poco de cualquier país del mundo —los españoles nos asombramos de que muchos estadounidenses piensen que somos vecinos de México, al mismo tiempo que nos parece muy normal no saber nada de Kazajistán, con suerte ponerlo en el mapa y ya, que seguramente tampoco—, pero es que la historia de nuestras naciones y la de Rusia llevan mucho tiempo entrelazadas. Sin la Rusia soviética ahora probablemente estaríamos escribiendo y leyendo este artículo en alemán.