MURCIA. Más allá del mañana, del final, de la última página: vencer la falta de sentido otorgándonos una misión, un objetivo. Y confiar en un hecho disruptivo que lo cambie todo, que nos ponga a la fuerza en un camino forzosamente diferente, que quizás nos lleve a un estadio nuevo en el que seamos otra cosa, más hábil, más resolutiva, más capaz de comprender el escenario inhumano en el que existimos, demasiado extraño para nuestra insignificante normalidad. Virgencita que me quede como estoy, pero no tanto: el presente no se puede arreglar, no con nuestros medios. De ahí la esperanza que no cesa en el advenimiento de un héroe, un salvador, un mesías, un deus ex machina, y su contrapartida en forma tirano garrulo, salvapatrias, dictador o iluminación de saldo.
La base es la misma: una masa anhelante, desesperada, carente de horizontes. No future. Ninguno, en realidad. Nada de nada. Un aburrimiento desolador. Es la era dorada del cine de superhéroes, o lo ha sido, hasta hace bien poco. Asistimos a su fase terminal (se percibe en el ambiente). No obstante, nos han acompañado en las últimas décadas con cifras récord en taquilla. Gente con poderes, alienígenas, demonios, magos, magnates atormentados. Mutantes. El mutante es de todos ellos el más versátil, y el más patético, en tanto en cuanto conmovedor. El mutante que nos llega, se entiende, ha obtenido una ventaja evolutiva con su mutación. De haber quedado postrado en una cama o haber tenido, pongamos, un brazo adicional —normal, no superfuerte—, no habría llegado a nada más que al rechazo generalizado. La mutación beneficiosa, sin embargo, puede ser una lotería que ponga el mundo a nuestros pies. Un boleto genético premiado pero que a tenor de lo que hemos visto y leído, nos enfrentará a nuestros congéneres, o a quienes lo habrían sido de no haberse producido el fallo que nos sacó de la fila.