MURCIA. Si el futuro acaba siendo peor que el ahora, ¿cómo recordaremos esta época en que andábamos tan asustados, tan enfadados, tan coléricos? ¿La idealizaremos, la haremos mejor de lo que era, aceptaremos su oscura realidad y pese a todo pensaremos en ella con anhelo? El mañana ya no es lo que solía ser: el horizonte de los días anuncia permanentemente tormenta. Da igual que las predicciones vayan acertando o no, el horizonte no se despeja y nosotros atravesamos las zonas de calma casi sin mirar, siempre con la vista allá a lo lejos, hacia adelante, o bien hacia atrás. Esforzarse en vivir en el momento presente no ofrece muchas alegrías, a pesar del mindfulness que destilan nuestras comunicaciones en redes sociales, la carnaza fantasma para el anzuelo del doomscrolling que nos dificulta —cuando no impide— generar nuevas memorias: al parecer la rutina del smartphone le está haciendo el trabajo al Alzheimer por anticipado.
El precio de los alquileres, la inflación, la hiperpolarización, la posironía, el Este, el mar Rojo. Por otro lado, sin duda, el presente tiene cosas buenas. Estar vivo en él es una de ellas. Desde la atalaya de este instante el pasado se empequeñece, se desdibuja y se interpreta. Las efemérides personales que nos regalan las redes sociales y los miles de archivos digitales que nos acompañan cambio de móvil tras cambio de móvil ayudan, eso sí, a que los contornos del recuerdo se mantengan más estables que antaño, y por más tiempo. No obstante, no hay fototeca que aguante el paso de décadas de vivencias. Así, incluso el pasado digital se convierte en una mina de la que extraer material maleable para escribir.