MURCIA. “Hoy Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde fui a nadar”. La anotación de Kafka en su diario el día en que arrancó la Primera Guerra Mundial resurge en la biosfera tuitera con cada acontecimiento histórico que nos sacude (y llevamos unos cuantos últimamente). A Viginia Woolf no le gustó el Ulysess, vaca sagrada del canon, y dejó buena cuenta de ello en sus cuadernos, donde narra sin pudor su desagrado hacia la obra de Joyce. También Alejandra Pizarnik habló en su bitácora de los demonios que le invadían, de las ansias por acometer una escritura exitosa. La tensión entre las exigencias de una existencia de domesticidad sumisa y el deseo de entregarse a la literatura empapan las narrativas privadas de Sylvia Plath. La lista sigue. Hace unas semanas, el fandom de Patricia Highsmith bullía de entusiasmo ante la publicación de los dietarios de la novelista. Y el mundo literario patrio vivió su pequeño seísmo particular ante la publicación de los primeros tomos del demoledor artefacto póstumo de Chirbes (el tercer y cuarto volumen llegan este otoño). Autores de pelajes diversos, pero con un asuntillo en común: la fascinación que despiertan en buena parte de la fauna lectora esos textos en los que desgranan jornada a jornada peripecias, rutinas, encuentros y reflexiones privadas.
Si tratamos de indagar en los motivos que arrastran hacia esas páginas, encontramos el fervor como premisa de entrada: nos intriga conocer en profundidad a aquellos creadores cuyas obras se nos han pegado a la piel y las neuronas, aquellos que hace años ya nos atraparon en su red de palabras. Así lo explica Alodia Clemente, librera en La Rossa: “cuando te gusta mucho una escritora quieres saber cómo es su vida, qué le ha llevado a escribir eso. Es una forma de conocer a esa persona, de acercarte a ella. Igual que ahora las redes sociales te permiten acercarte a famosos y conocer su día a día, se establece una relación de cierto cariño, empatía e intimidad, casi como si fuera una de tus amigas”.
La admiración cabalga aquí veloz junto a la curiosidad. Y es que, asomarse a las filias, animadversiones y obsesiones confesadas por Anaïs Nin, Jules Renard o Josep Pla supone rendir culto a una deidad venerada por prácticamente todo ser humano (aunque idolatrada a menudo en secreto): el chisme. Pocas cosas más poderosas que un buen cotilleo. Especialmente, si los protagonistas ocupan lugares destacados en nuestro imaginario personal. Queremos saber cómo les gustaba el café, cuándo discutieron con un amigo, qué bares frecuentaban, qué hicieron para superar ese rechazo (editorial o amoroso)… Al aparato, la escritora y crítica literaria Andrea Moliner: “nos encanta saber sobre la vida de la gente, por eso tienen tanta audiencia programas como Sálvame. Cuanto más turbulentas sean sus experiencias, más nos atrae conocerla”. En ese sentido, considera que en estas piezas se entremezcla “lo elevado con lo mundano. Queremos saber cómo se escribió una obra maestra, como La metamorfosis o Muerte en Venecia, pero también gustan los detalles cotidianos: quiénes eran sus amantes, cómo se llevaban con sus parejas, a quién criticaban en privado y adoraban en público... O cuestiones como qué hacía Cheever para lidiar con el alcoholismo. Y es una vía para llenar lagunas presentes en las trayectorias de ciertas figuras”.
“Hay un punto un poco morboso en saber cómo es esa persona a la que tanto te gusta leer. El peligro es descubrir que no te cae bien un creador cuya obra te hipnotiza”, resume la autora Elisa Ferrer. E introduce un fascículo más relacionado con el oficio que con el chisme: “me cautiva ver las rutinas de otras escritoras, es una manera de coger ideas. Me encanta descubrir cómo abordan su trabajo, sentir que estamos compartiendo nuestras formas de enfrentarnos al folio”. En ese mismo tablero de juego encontramos al novelista Ferran Torrent: “me interesan mucho los dietarios, pero solamente los de aquellos cuyos firmantes también me interesan como novelistas y que narran, por ejemplo, sus problemas para escribir. Vida y literatura, esa mezcla es lo fundamental en esos textos. Pero, claro, no todo el mundo tiene una existencia tan fascinante como para ser contada. No me atrae el trabajo de quienes escriben un dietario porque sí, sin tener nada especial que contar”.
De hecho, según la responsable de La Rossa, el principal atractivo de estos tomos radica en que la artífice “no cuente tanto su intimidad como la intimidad de su escritura, que te cuente los trucos. Saber por qué escribió eso en ese momento, qué le ocurría en su biografía. Te ayuda a conocer el porqué de su obra. Si no hubiera diarios, habría ensayos de otra persona sobre su producción. Si lees el diario eres tú la investigadora, la que descubre las claves”. No en vano, estas bitácoras también funcionan como un recurso para interpretar de forma más completa y profunda el resto de trabajos de esos autores que nos tienen embrujados. Ese es el ejercicio que puso en práctica Ferrer con los diarios de doña Pizarnik: “leerlos es un modo de entender mejor sus poemas y cómo pensaba. Funcionan como un complemento del resto de su obra, te dan una nueva visión de su trabajo”.
A la hora de establecer una suerte de tipología en estos volúmenes, una primera diferenciación nos habla de la asiduidad. Y es que, como resalta Ferrer, hay artefactos “en los que se nota que el autor se obliga a sí mismo a escribir cada día, que se esfuerza por mantener cierta constancia. Y otros en los que escriben por impulso, en los que encuentras un día con una entrada larguísima y luego un mes sin una palabra”. En la misma línea de pensamiento se zambulle Clemente: “hay quien es muy prolífica y otra tremendamente escueta. Por ejemplo, me llama la atención que el diario de Highsmith abarca 54 años y, en realidad, no ha escrito mucho en todo ese tiempo. En cambio, hay gente que publica su propio dietario cada cinco años, porque tiene mucha necesidad de expresarse en esos textos”. Torrent aporta aquí otro ángulo: ya no se trata únicamente del quién, sino del cuándo. Así, señala que en ocasiones, es el contexto histórico lo que hace seductor al diario “me ocurre con autores que vivieron la Revolución Rusa o el nazismo. El escenario en el que habitaron hacen que lo que cuentan me atraiga porque me interesan esos periodos. También me encantan los dietarios de viaje, como los de Javier Reverte”.
Esta escritura del ahora se puede convertir también en una herramienta de trabajo. Así, Ferrer nos cuenta que una rutina de la autora Laura Fernández que ella misma ha empezado a emular: “se trata de un diario de novela, en el que registras cómo va avanzando tu trabajo en ese título. Yo ahora estoy escribiendo mi libro de día y, de noche, en esa especie de bitácora hago un seguimiento de qué he hecho con cada capítulo, de por qué he tomado unas decisiones u otras”. Y hablando de dietarios y oficio, Torrent recuerda que muchos creadores escriben ese tipo de obras precisamente como un modo “de entrenarse para sus novelas, igual que los futbolistas realizan una pretemporada. Es su método de conseguir fondo literario”.