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Crónicas de una Región misteriosa

La leyenda de Zaida, la bella cautiva de un sultán en el Castillo de Monteagudo

  • Castillo de Monteagudo
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MURCIA. Esta semana, aprovechando las recientes fiestas de Moros y Cristianos, nos hemos decantado por recuperar una de estas leyendas con las que Díaz Cassou ilustraba aquella prensa de principios de siglo XX. En concreto, la historia que vamos comentar apareció publicada en El Diario de Murcia el 9 de mayo de 1988 y nos centra en una historia de amor en el entorno del Castillo de Monteagudo. Confío en que le guste al lector.

La leyenda nos presenta a una joven de nombre Zaida, un apelativo árabe que significa "dichosa", aunque su destino distó mucho de serlo. En realidad, se trataba de una mujer cristiana llamada María, hija de un noble alcaide que servía al Rey de Castilla en una fortaleza fronteriza. Su belleza era legendaria, descrita con las "veinte perfecciones" que admiraban los árabes, hasta el punto de que se decía que era como "una blanca hurí" o un ángel que por error había nacido fuera del Edén. Su vida transcurría con normalidad y promesa hasta que la tragedia se cernió sobre ella: estaba prometida a un joven y apuesto alcaide de un castillo aragonés, con su boda próxima. Sin embargo, en una "noche de horrores", su mundo se desmoronó. Fue arrancada brutalmente de su padre, su hogar y su país por las huestes del Sultán moro, quien la redujo a la condición de cautiva en su castillo de Monteagudo. Forzada a convertirse en su esposa, fue arrojada, "con cadenas todavía", sobre el lecho de su captor, un hombre al que la leyenda identifica simplemente como el Sultán, cuyo nombre se ha perdido en el tiempo.

La existencia de Zaida en el "empinado castillo" de Monteagudo no era vida, sino un lento languidecer. Mientras el Sultán vivía en su esplendor de conquistador, ella se consumía en la nostalgia de un pasado que se alejaba irrevocablemente. Atrapada entre los recuerdos de su vida anterior y la cruda realidad de su encierro, ese pasado idílico se volvía más hermoso y querido cuanto más inalcanzable le resultaba. Su único consuelo y conexión con el exterior era un mirador o ajimez en una torre medio derruida, orientada al suroeste. Desde allí, en las horas del crepúsculo, se entregaba a sus tristes meditaciones. Su figura, envuelta en blanco, se recortaba contra el cielo del atardecer, convirtiéndose en una visión poética y soñadora para los soldados en la muralla, los campesinos que regresaban a sus hogares o los viajeros distantes. Todos aquellos que la veían, aunque lejana, experimentaban una oleada de emociones dulces y sentimientos indefinidos, murmurando para sí el piropo árabe de admiración reservado para cuando la mujer no puede oírlo: "Sebahan Allah li jeloh ha!" (Alabanzas a Dios que la ha creado).

El punto de inflexión en la leyenda ocurre una tarde indeterminada. Desde la atalaya más alta del castillo se divisa una polvareda en el horizonte que se aproxima rápidamente. Era el Sultán, que regresaba victorioso de una algara o incursión de saqueo. La comitiva avanzaba entre aclamaciones, el redoble de atabales y el sonido de trompetas. Tras él, una apiñada multitud de guerreros subía la falda del monte, escoltando un botín y a un grupo de cautivos cristianos. Entre los prisioneros, transportado en un zarzo de cañas por sus antiguos soldados debido a las graves heridas que había sufrido en la defensa de su fortaleza, iba el alcaide de la plaza asaltada.

Zaida, cumpliendo con su deber de Sultana, bajó a recibir a su marido al último escalón entre los recintos del castillo, envuelta en un lujoso velo blanco (jaik). El Sultán, eufórico, le anunció: "Hoy ha sido un gran día para los creyentes, Zaida". Pero ella no lo escuchaba. Su atención estaba fija en el cautivo moribundo, en quien sus ojos, "únicos que dejaba ver el velo", reconocieron una figura que creía perdida para siempre. Con un dedo tembloroso y una voz apenas perceptible, preguntó: "¿Cómo se llama ese herido...?". Al oír el nombre que pronunció el Sultán con orgullosa indiferencia, Zaida se desplomó contra la roca, murmurando: "¡No me engañaban mis ojos!". Aquel hombre no era otro que su prometido, el joven alcaide aragonés, cuyo nombre había grabado cada día con más fuerza en su memoria y sus suspiros durante sus horas de encierro en el mirador.

Las heridas del caudillo aragonés, afortunadamente, no eran mortales. Con el tiempo, se curaron. La leyenda aclara que, a diferencia de las costumbres orientales más estrictas, las mujeres de los musulmanes españoles gozaban de cierta libertad, y los prisioneros nobles esperando rescate tenían permitido moverse por el castillo. Estas condiciones propiciaron el reencuentro de los amantes. El texto resume lo que sucedió después con una elipsis cargada de significado: "Conmovedor reconocimiento, amargos reproches, justificación cumplida, dulce reconciliación…". Bajo el manto del misterio, comenzaron unas entrevistas secretas cuyo encanto se veía intensificado por el peligro que implicaban. El pluego del reencuentro y la emoción del riesgo los llevaron a cometer "inevitables imprudencias". Creían que nadie los vigilaba, pero en realidad, "había muchos que veían". Finalmente, llegó la catástrofe: "una noche, el moro sorprendió a Zaida en los brazos del cristiano".

El Sultán, cegado por la furia y la traición, rugió "¡Traidores!" y se lanzó contra ellos con la espada en mano. El aragonés trató de interponerse para proteger a Zaida, pero ella fue más rápida y se colocó delante, desafiando la hoja. Ante su gesto, el Sultán no tuvo valor para herirla. Entonces, Zaida, con valentía desesperada, gritó: "¡Traidora, no! yo soy tu esclava, es cierto; pero yo no consentí nunca en ser tu mujer". Esta declaración sumió al Sultán en un estupor momentáneo, reconociendo la amarga verdad: "Es verdad... eres mi esclava...". Aprovechando este instante de confusión, el aragonés tuvo un destello de esperanza e hizo una propuesta: argumentó que el Sultán le había robado a su prometida y le pidió que se la devolviera a cambio de un rescate doble por ambos. El moro, recuperando la compostura con una tranquilidad engañosa y cruel, inició un macabro y sarcástico regateo. Comenzó a elogiar las "veinte perfecciones" de Zaida como si fuera una mercancía, describiendo su belleza con metáforas poéticas ("blanca como la leche", "sus ojos dan la fiebre o refrescan deliciosamente"), pero intercalando estos elogios con insultos y arrebatos de rabia contenida ("¡perro, bien mirada la tienes!").

Finalmente, cuando el cristiano, fuera de sí, le suplicó que pidiera cualquier precio, incluso prometiendo robar y saquear para reunirlo, el Sultán reveló su verdadera intención: "Cristiano, no hay oro en el mundo para pagar un solo cabello de mi esclava. Me he estado burlando de ti. Me la quedo". Y, liberando toda la rabia que había contenido, ordenó a dos esclavos negros que cogieran al aragonés y lo arrojaran por el mirador. Tras una breve lucha, un grito desgarrador surcó el aire cuando el cuerpo del hombre se precipitó al vacío. Casi de inmediato, como un eco fiel, un segundo grito, más débil pero igual de desesperado, siguió al primero: Zaida, en un movimiento rapidísimo que nadie pudo anticipar ni evitar, se había lanzado tras su amante para compartir su destino.

La leyenda concluye de forma sombría y poética. Los cadáveres de los dos amantes fueron enterrados juntos, encontrando en la muerte la unión que les fue negada en vida. El Sultán, consumido por el remordimiento, la ira y el vacío, no encontró paz. Buscó deliberadamente su propio fin, y encontró la muerte en la primera incursión que realizó posteriormente en tierras cristianas, cerrando así el ciclo de tragedia y venganza que él mismo había iniciado. La historia pervivió como un relato de amor eterno, pérdida irreparable y las profundas crueldades que engendra la guerra y la posesión.

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