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Pepe Royo, sesenta años de luz y de color

  • Pepe Royo. Foto: EDUARDO MANZANA

Pepe Royo sigue pintando a los 82. Cuando era joven dejó la ciudad y se encerró durante cinco años en un refugio en el monte con su mujer.
No podía visitarles nadie. Luego vino su fascinación por la Ibiza de los jipis y el éxito en Estados Unidos, donde se ha codeado con algunas celebridades

MURCIA. Pepe Royo es un contraste andante. Un hombre que se apoya en un bastón para caminar pero que calza unas zapatillas Munich último modelo. Un octogenario con la cabellera cana que no hace mucho se hizo un tatuaje en la mano en un recuerdo inconsciente a una película de Marlon Brando. Más clásica es su pintura, un derroche de luz y de color, como la canción de Marisol. Pero la vida de Royo no ha sido una tómbola y ha tenido mucho de seguridad, la que le proporcionaba su desahogada economía familiar. Aunque él no tardó en ser autosuficiente y hoy, a los ochenta y dos años, vive apaciblemente en mitad del monte con un Porsche guardado en la cochera. Todo lo ha pagado con esa pintura marcadamente mediterránea. «Yo vivo del arte desde los veinte años», advierte.

A los ocho años descubrió el impacto que podía causar su pintura, aunque eso vino después de un trauma. «Mi padre, por su oficio, trabajó como médico durante la Guerra Civil. Él era de derechas, pero Valencia estaba en la lado republicano y entonces lo encarcelaron, le quitaron todo lo que tenía y lo mandaron a Chera, un pueblo al lado de Requena. Aquello era la miseria absoluta. Mi padre me demostró que era un buen hombre, porque, a pesar de haber bajado de golpe toda la escala social, continuó siendo un hombre fantástico y un médico extraordinario».

En Chera, como en todas partes, el colegio de las chicas estaba separado del de los chicos. Un día que el profesor había salido de clase un momento, Pepe, de ocho años, aprovechó, se levantó y cogió un trozo de tiza. Luego lo mojó en el tintero, subió a la pizarra y, fijándose en el retrato de Franco que había al lado, lo dibujó con todo detalle. «Lo reproduje con sus sombras, sus claroscuros, controlando la cantidad de tinta que cogía…». Cuando regresó el maestro, deslumbrado, miró a Royo y le preguntó: «¿Has sido tú, verdad?». Era el único que venía de la ciudad y que había crecido en un entorno más sofisticado. «El profesor se dio media vuelta y al rato volvió con la profesora de las chicas, que también se quedó maravillada. Luego llamaron a las niñas para que lo vieran y también se quedaron asombradas. Eso, en los años cincuenta, nadie se podía imaginar el efecto que causaba; era como si hubiera aparecido un extraterrestre. En ese preciso momento yo me di cuenta de que podía hacer cosas que fueran admirables para otros y que a mí me situaran por encima. Porque, a partir de entonces, todos me trataron con admiración y cariño. Me di cuenta de que yo quería hacer eso. Porque, además, era inepto para cualquier otra cosa: estudiar, deporte o lo que fuera».

Pepe Royo aguantó cinco años en la escuela. Luego se la dejó y se entregó a la pintura. Eso fue posible gracias a la mente abierta de un padre que entendió que, en lugar de condenar a su hijo a las aburridas clases en las que solo iba a aprender frustración, era mejor darle alas en lo que era bueno y le hacía feliz. «Nosotros éramos cuatro chicas y yo, así que, por cómo era todo entonces, tenía que ser médico por narices. Por eso, ante este panorama, hay que ser muy buen padre para ayudar a un hijo a hacer lo contrario».

El doctor Royo, un reputado urólogo, se propuso buscar a los mejores maestros para que ayudaran a su hijo. «Yo no he tenido maestros, he tenido mentores. Te decían lo que tenías que leer, los museos que visitar, qué ver… Estabas en sus manos». Sus dos grandes guías fueron Adolfo Ferrer Amblar y, cuatro años más tarde, con dieciséis, Pepita Nácher. «Hoy se me olvidan mil nombres, pero estos dos los recordaré siempre. Ellos me metieron el arte en el cerebro y en el corazón. Les estaré agradecido toda la vida».

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