MURCIA. Es la última página del relato y de pronto dos personajes a los que hemos seguido se adentran en el bosque al tiempo que piden a unas hijas que esperen y se diviertan en la orilla de la represa. Se abren diferentes posibilidades: puede que anden buscando algo de espacio para intimar porque se desean aunque se suponga que no deben hacerlo. Puede, tal vez, que tramen algo, alguna clase de negocio ilícito: quizás tienen que recoger algo o darle algo a alguien, o bien, yendo un poco más lejos, esconden o mantienen presa a una persona en una caseta a la que acuden regularmente —aunque no a menudo— para aprovisionarla de lo básico para una supervivencia elemental.
Todo esto podría ser porque al poco el cuento se acaba y quizás las palabras que quedan contengan una última revelación, una despedida tensa de la historia, un clímax, una sospecha que satisfaga nuestra curiosidad ante una propuesta que recuerda lo suficiente a aquel abandono del que fueron víctimas Hansel y Gretel como para que nos pongamos en alerta. ¿Será eso lo que finalmente sucederá? ¿Habrán llevado a las niñas al bosque para dejarlas perdidas en la soledad amenazante de esta última página? La otra posibilidad, la que tiene que ver con la sustancia de las nieblas, es también inquietante: el bosque es una masa forestal finita, pero cuando los dos personajes se adentran en ella tras pedir a las niñas que aguarden, se transforma en otra cosa, en un horizonte voraz, en un laberinto superpuesto en diferentes capas de realidad. Los dos personajes marchan al reino del bosque infinito en el que los seres humanos se han perdido para siempre a lo largo de toda su breve historia: el cariño a los bosques es muy reciente. Hasta hace bien poco eran espacios a temer: hogar de animales que te arrastraban hasta una muerte terrible, guarida de bandidos y hogar de la oscuridad y las leyendas.